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EDITORIAL coto hemos subrayado, en un estudio anterior, un doble plano me– tafísico: la persona como «ultima solitudo», y la persona como aber– tura y relación . Creemos que en el primer plano metafísico de la per– sona, es decir, al concebir a ésta como «ultima solitudo» , Duns Es– coto alcanza una de las cimas de su metafísica y aún de la metafísica occidental. Pero pedimos que la frase en la que resume su pensa– miento sea rectamente interpretada: «Ad personalitatem requiritur ultima solitudo, sive negatio dependentiae actualis et aptitudinalis». En virtud de esta doble negación la persona es en primer término au– toafirmación de su propio ser, autorresponsabilidad en su obrar. En esta autoafirmación, en esta autorresponsabilidad y mismidad me– tafísica, radica nuestra grandeza de seres personales. Desde una recta visión de la historia advertimos que en esta doctrina de Duns Escoto sobre la persona se halla una de las cla– ves de la misma. La historia humana lleva consigo una inmensa responsabilidad que se inserta en la persona humana como «ulti– ma solitudo», como ineludible apropiación del propio quehacer. La otra vertiente metafísica de la persona es su necesaria abertura al «otro». Hoy que nos hallamos inmersos en la filosofía dialógica advertimos la importancia que esta abertura tiene. Los ac– tores «yo y tú » son vistos en íntima intercomunicación . Pensado– res como F. Ebner, M. Buber, M. Nédoncelle, lo han puesto bien en claro. Duns Escoto no llega a los análisis fenomenológicos de es– tos pensadores. Pero su metafísica de la persona no se cierra en una impermeable soledad metafísica, sino que desde ella emerge a la realidad exterior: en primer lugar, a Dios, y luego al mundo, que halla en el hombre su más preclaro dialogante. La tesis de Duns Es– coto de que el objeto de la inteligencia es el ser en toda su ampli– tud, y que el objeto de la voluntad es el bien en su infinita irradiación nos hablan sobradamente de la abertura de la persona en la me– tafísica de Duns Escoto. Seríamos demasiado miopes al no ver en la filosofía de hoy un inmenso progreso sobre las fórmulas esco– tistas. No obstante, las bases de la abertura de la persona a la ac– ción histórica quedan sobradamente fundamentadas dentro de la metafísica de Duns Escoto. [E. Rivera de Ventosa, Visión de la historia en Duns Escoto.] Magníficas ideas que pueden aún hoy iluminar nuestro ámbito vital y guiarlo por sendas positivas. La libertad, la li– beralidad en la comunicación, la persona como ultima solitu– do y apertura al otro. E. Rivera es capaz de encontrar argu– mentos actualísimos que importan a nuestra cultura, engar– zados en una tradición viva que centra su saber en la experiencia de lo singular, de lo concreto y comunitario a la vez, persona y Trinidad, libertad, liberalidad y comunicación. Damos un salto en el tiempo y nos encontramos con tra– ducciones suyas, pero que tienen el mismo sentido investiga– dor y precisan las referencias del pensador cristiano. Así apa– rece Vives en su horizonte con su obra De la concordia y la dis– cordia. De la pacificación. De esta última seleccionamos una breve cita. Juzgo suficiente cuando se ha declarado por otros muchos y, poco ha, por mí mismo en cuatro libros, para que nadie pueda llamarse cristiano, es decir, hombre consumado y perfecto, pero ni siquie– ra hombre, si no trabaja por la paz, la concordia, la caridad la be– nevolencia, en cuanto ello le es posible. A esto nos impele y nos in– cita la misma naturaleza de nuestros cuerpos y de nuestras almas; a ello nos impulsa el Divino Maestro de la sabiduría y de la verdad, intérprete de la naturaleza, más aún , su Principio y su Hacedor. Si en cada uno de los hombres se da una caridad , no fingida, no di– simulada, no propuesta para que la vean los ojos de los hombres, sino aquella verdadera caridad , que no desconfía de ser aproba– da por los ojos de Dios, esta caridad hará que nos amemos mu- 14/ANTH ROPOS 122/1 23 tuamente, excluido totalmente cualquier clase de odio, y que vi– vamos en concordia unos con otros, hasta sernos imposible el po– der convivir con los desacordes y disidentes. Nada, en verdad, hay más congruente en la naturaleza que la semejanza, ni que favo– rezca tanto la amistad y la mutua gratificación, como el verse uno semejante al otro; nada, por el contrario, causa más aborrecimiento que la diversidad y desemejanza. Es un signo relevante de amor entre los semejantes el que fácilmente trasvasan sus bienes y los conmutan, hasta llegarse a hacerse uno, en lo que consiste la fuer– za y la eficacia del amor. [Juan Luis Vives, De la pacificación.) Y comenta E. Rivera en una escueta nota: «Tengo in– mensa simpatía a este.filósofo y veo en él un excelente modelo de "pensador cristiano"». En otro salto más amplio en el tiem– po nos acercamos a M. de Unamuno en quien va a descubrir y poner de relieve diversos elementos que le sirven muy efi– cazmente a la elaboración de su proyecto intelectual. Merece la pena citar una nota acerca de su relación con Unamuno y el por qué de ella. Dice: En contra de lo que se ha pensado en Salamanca y fuera de ella so– bre mi afición a Unamuno, este libro ha surgido por doble motivo al margen de esta afición. 1. El amargor íntimo que me ha acompañado durante largos años al advertir que los autores católicos -sobre todo alemanes y franceses- utilizan, como refrendo , los dichos autorizados de los no católicos que hacen ver la verdad del pensamiento cristiano. Unamuno, que chorrea inquietud religiosa frente a un mundo laico, no ha querido ser utilizado por los íntegros. San Basilio es– cribió una Homilía sobre el modo de aprovechar los cristianos la gran literatura clásica. Contra los íntegros, me siento en línea con San Basilio, línea señalada y practicada anteriormente por San Jus– tino, Clemente de Alejandría, etc. 2. Se da una pobreza de léxico para describir los íntimos estados de la conciencia, sobre todo los afectivos. Ortega ha de– nunciado esta pobreza. Juzgo que Unamuno es admirable en la descripción de estos estados de conciencia. Con Santa Teresa -ésta más limitada a la vida mística- es el escritor hispano que mejor ha trasparentado su alma en el papel. ¿No es hora de asi– milar esta gran lección? Este ha sido, lo declaro en pura sinceridad, una meta primaria al meditar y escribir sobre Unamuno. También he escrito esta obra como preparación a otras ulteriores. [Nota sobre el libro Unamuno y Dios, por E. Rivera de Ven– tosa.] Dicha nota se refiere a su actualísima obra Unamuno y Dios. Sólo un brevísimo texto aperitivo de su sabrosa lectura y alusivo a tantos depuestos y lugares comunes. Ahora adquiere pleno sentido la oración que Unamuno dirige al Se– ñor cuando acaba su comentario a Vida de Don Quijote y Sancho: «Fundaste este tu pueblo, el pueblo de tus siervos Don Quijote y Sancho , sobre la fe en la inmortalidad personal ; mira Señor, que esta es nuestra razón de vida y es nuestro destino entre los pueblos el de hacer que esta nuestra verdad del corazón alumbre las men– tes contra todas las tinieblas de la lógica y del raciocinio y consuele los corazones de los condenados al sueño de la vida». Ante esta plegaria sí que aparece claro qué sentido tiene el pensar maduro de Unamuno la misión de España y cuál sea el al– cance de su deseo de españolizar a Europa. [E. Rivera de Ventosa, Unamuno y Dios.]

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