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ANÁLISIS E INVESTIGACIÓN como centro de convergencia de toda la creación; en filosofía, el «ens qua tale» como objeto primero del entendimiento y su valoración metafísica de la singula– ridad. Con todo, su aportación en el escotis– mo ha sido en cierto sentido preferente– mente apologética: aclarar y defender al Doctor Sutil de injustas acusaciones. To– mando pie de su innegable voluntaris– mo, se le hace predecesor de G. de Ock– ham, cuando en realidad fue éste el má– ximo enemigo de la metafísica escotista . Precisamente el voluntarismo escotis– ta, según el profesor Rivera, se mantuvo en un equilibrio entre el voluntarismo– arbitrariedad divina, propugnado por Ockham y asimilado por Lutero, y el na– turalismo exagerado de la escuela tomis– ta-suareciana. Este naturalismo rompió con el esquema aristotélico del campo de la necesidad física y metafísica, y el cam– po de la contingencia, dependiente del li– bre albedrío, interpretando la necesidad física dependiente de la voluntad de Dios, dejando espacio a la posibilidad del milagro más allá de las leyes físicas. De aquí un triple campo: de la absoluta nece– sidad metafísico-matemática; de la ne– cesidad física o del ordo physicus, que es natural, pero no absolutamente necesaria, en cuanto que Dios puede cambiar su curso (necesidad hipotética); y final– mente, el campo de lo libre contingente. Escoto aplicó estas categorías al orden moral, viendo un orden infrangible en los tres primeros mandamientos, un or– den natural hipotéticamente necesario en los restantes, y el orden contingente li– bre. El Prof. Rivera ha mostrado reitera– damente en sus estudios la inconsisten– cia de quienes ven en esta actitud esco– tista un positivismo moral, cuando es más bien consecuencia de la dependen– cia que la filosofía cristiana establece en– tre el orden natural , sea real o moral, y la voluntad de Dios. En el gran tema del constitutivo de la persona ha subrayado cómo la doble ne– gación de dependencia «actual y aptitu– dinal» es en la concepción escotista la más palmaria afirmación de la plena au– tonomía de la persona, definida por Escoto como ultima solitudo. Y recuerda cómo esta definición se encuentra en Or– tega y Gasset, seguramente sin vincula– ción con el doctor franciscano. La perso– na es, pues, para Escoto plena autosufi– ciencia y autorresponsabilidad. Otro punto sugestivo es la compara– ción que hace de Escoto con J.-P. Sartre. Ambos sitúan la libertad en el centro de la vida humana. Pero mientras Escoto asigna a la libertad la gran misión de rea– lizar el orden debido (facultas servandi ordinem), en Sartre es la misma libertad la que tiene que creare! valor previamen- 106/ANTHROPOS 122/123 ANÁLI SIS TEMÁTICO te inexistente, siendo constitutivamente «libertad de», y no «libertad para». Otros temas de menor importancia so– bre la doctrina de la genial figura de Duns Escoto van anotados en la biblio– grafía del P. Rivera. 3. Misión de la Escuela Franciscana hoy Largos años ha pasado el profesor Rive– ra meditando sobre las relaciones entre filosofía y sabiduría. Y en un último es– tudio -Tres estilos de hacer filosofía y teología- llega a la conclusión de que la relevancia de la sabiduría en las anti– guas literaturas sapienciales se vio mar– ginada, por obra sobre todo de Aristóte– les, dando paso a la filosofía pura, al saber por el saber sin valorar la practici– dad del mismo. Y ha llegado el momento -piensa el profesor Rivera- de que ante el cruce de culturas que invade el mundo del pensamiento se tome con– ciencia de la necesidad vital del cultivo de ideas que desde la filosofía acierten a elevarse a la auténtica sabiduría. Dicho con una expresión ya acuñada, De la philosophie a la sagesse: un programa para el que el Prof. Rivera ha señalado temas claves a los que la aportación de la escuela franciscana, sin ser exclusiva, será realmente valiosa. Siempre sin prejuicios de escuela, el P. Rivera se ha ocupado en varias oca– siones con figuras señeras del francisca– nismo. El centenario de Alonso de Cas– tro (1958) fue motivo para analizar el pensamiento de este famoso penalista, encontrando coincidencias llamativas con las ideas de la Nueva Cristiandad, que J. Maritain había puesto de moda. El teólogo del siglo XVI y el filósofo to– mista del siglo XX, pese a sus contrastes, concuerdan en afirmar que el pueblo ha de ser el ineludible punto de referencia de toda acción política que quiera ser pe– rennemente constructiva. Discutible se– ría, sin embargo, el grado de participa– ción del mismo pueblo en la dirección concreta del quehacer ciudadano. Aunque de soslayo, también los escri– tores místicos han sido objeto de estudio para el profesor Rivera. Lo demuestran sus dos estudios sobre Fray Juan de los Ángeles, donde pone de relieve su cone– xión con San Agustín y San Buenaven– tura. Circunstancias ambientales unidas al amor a la historia patria le han llevado a rozar también en el tema americanista, como hace al exponer la labor misional de Fray Junípero Serra, que logró una co– laboración modélica entre las autorida– des gubernamental y eclesial, responsa– bilizándolas en su obra político-misional de California. El profesor Rivera resalta estos hechos como expresión de la ejem– plar vitalidad de la orden franciscana, que sigue llamada a empresas siempre nuevas. 4. San Francisco en su doble personalidad Cuantos hemos podido seguir de cerca el fluir hondo de la vida franciscana del P. Rivera, hemos notado que su aprecio de San Francisco de Asís ha discurrido por una doble vertiente. Son dos aspec– tos de la personalidad del Poverello, dis– tintos y a la vez complementarios: como santo, inspirador de una orden religiosa que en sus tres ramas es la más numerosa de la Iglesia; y como figura histórica de inmenso influjo en la cultura, pese a su reiterada declaración de hombre sencillo e ignorante. El Santo Francisco estuvo presente en el espíritu de Enrique Rivera desde los primeros años de su forma– ción. Acreció esta presencia, como es ló– gico, en el año de su noviciado capuchi– no, en que debió aprender de memoria la Regla escrita por San Francisco y apro– bada por el Papa Honorio III, para reci– tarla con gozo y soltura ante la comuni– dad la víspera de su profesión en 1929. Tan.bien se la sabía que el Superior le in– terrumpió diciendo: «Ya se ve lo bien que se sabe la Regla. Ahora, a cumplirla todos los días de su vida». Y tal ha sido el empeño del franciscano Enrique Rive– ra, que ya antes de su noviciado, como ha confesado con ingenuidad, se apren– dió de memoria de punta a cabo el extra– ordinario libro de H. Felder, Los ideales de San Francisco. Excelente programa de vida en un libro, que sigue aun hoy admirando, aunque, como experto, le re– conozca ciertas debilidades críticas. Lo que se podría llamar acervo teórico de su vida franciscana continuó acrecen– tándose con el tiempo en los incesantes contactos con libros y personas. Pondera con especial fervor las conferencias so– bre espiritualidad franciscana del P. Vito de Bussum, a quien escuchara durante sus años de estudiante en el Colegio In– ternacional de los Capuchinos en Roma. Los temas clásicos de la visión francis– cana, como la experiencia fascinante de la paternidad divina en San Francisco, el cristocentrismo de San Buenaventura, la doctrina escotista del primado de Cristo, etc., adquirían una especie de frescura seductora en la voz solemne y ponderati– va, a la vez que sencilla y transparente, de aquel «varón todo bondad» -como define Rivera al P. Vito--. Sus lecciones penetraron en el alma joven de E. Rivera como semilla excelente que habría de dar su fruto . Podríamos citar como el

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