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estaba en cuerpo mortal: "Solo Dios lo sabe y yo no sabría decir otra cosa". Pero semejante embriaguez tuvo que pagarla cara, porque "de allí a poco .. . el infierno se me desencadenó a mi lado... Quedé arrojado a una cárcel más oscura que antes, donde actualmente me encuentro, y aquí solamente reina un horror sempiterno. Aquí todos mis pecados han sido puestos al descubierto, y el alma únicamente ve su malicia, llevada a tan alto grado". El infierno se enfureció de tal manera que el atormentado P. Pío invocó a la muerte como a su única liberadora. Escribía el 17 de marzo de 1916: "La llamo de día y la llamo de noche, con el único fin de sentir algún alivio a tantas desventuras". El pensamiento y la espera de la muerte lo mantenían de pie para que no desfalleciese en los caminos de Dios. Pedía al P. Benito permiso para morir, pero le era denegado. En una línea de la carta del 17 de marzo el P. Pío resumía su vida y su existencia: "Reconozco que soy un misterio para mí mismo". Dios , en la intimidad de la oración, de la misa, de la unión mística, atraía hacia sí a aquel "fraile enfermo" que el maligno torturaba con fiebres altísimas, con estruendosos ruidos, con no– ches oscuras. Todo ello servía de escala que permitía al alma elevarse hacia la unión transformadora, la intimidad con Dios. El Dios de las misericordias y el maligno (entrevistos en visión la víspera de la primera entrada en el convento), eran los misteriosos personajes que se disputaban al ya tan probado capuchino en su definitivo ingreso en el claustro, causándole gozo y pavor. El padre vivía en un estado de guerra permanente, mantenida a un tiempo -teniendo a su lado al dulcísimo Aliado- en tres frentes: el sufrimiento físico , el temor de ofender a Dios y la oscuridad al porqué de la tentación. Almas, muchas almas Toda aquella guerra que venía sufriendo tenía una doble meta: su propia purificación y el bien que estaba realizando -y que realizaría duante toda la vida- siendo luz y salvación para tantas 76