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años en el convento de capuchinos, recorría las calles de la ciudad, saludando al pueblo, saludando -en el cementerio- a sus padres y a tantas personas queridas que le habían precedido. Mientras tanto, de los balcones caían flores y, al micrófono una voz -la voz convencida y persuasiva del profesor Enrique Medi- co– mentaba los misterios del rosario, entrelazando gozos, dolores y glorias de Jesús y María, vida, espiritualidad y obras del P. Pío, al que todos sentían más vivo que nunca, allí presente y pidiendo por ellos. Fue más un triunfo que un funeral. Todo el gentío desembocó en la plaza y cada uno se colocó donde pudo. Aquí se concelebró la santa misa porel General de los capuchinos, P. Clementino de Vilssingen con veinticuatro sa– cerdotes, y a la que asistieron los obispos José Lenotti, de Foggia, y Antonio Cunial, de Lucera. La oración fúnebre estuvo a cargo del definidor general P. Clemente de Santa María en Punta, que era al mismo tiempo administrador apostólico de la provincia capuchina de Foggia. Hubo otros discursos. La absolución sobre el féretro la impartió el obispo Antonio Cunial, administrador apostólico de Manfredonia. Después de haberse detenido delante de la Casa Alivio para dirigirle el último saludo, el cadáver fue trasladado a la cripta, debajo del presbiterio de la nueva iglesia, la cual había sido ben– decida precisamente la mañana de un 22 de septiembre. A las veintidós treinta del 26 de septiembre fue el entierro. El día siguiente, por la tarde, la cripta quedó abierta al público. En torno al bloque monolítico de treinta quintales, en granito azul del Labrador, acomodado para ser sarcófago, bajo el cual reposa el P. Pío como bajo un altar, comenzó la peregrinación de la gente, hoy todavía muy activa. El P. Pío de Pietrelcina, que caminó con los pies llagados, terminaba aquí, en el silencio de una cripta, en San Giovanni Rotondo, tal como lo había implorado en una carta del 12 de agosto de 1923 al alcalde de la ciudad, Francisco Morcaldi- "en un tranquilo rincón de esta tierra", entre las rocas del Gargano. Aquí aterrizaron, después de tumultuosos acontecimientos, los miembros exangües de un hombre que había sentido en el alma el fuego del amor a Dios y a los hermanos, que había visto cómo su cuerpo goteaba sangre. Después de ochenta y un años de vida, después de sesenta y 373

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