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cuyas puertas se colocaron, para poner orden, carabineros. A las ocho y media se abrieron las puertas del espacioso templo. A los pies del presbiterio, bajo la balaustrada del altar mayor, colocado en un catafalco inclinado, dentro de una caja de nogal, aparecía el padre: vestía el hábito capuchino y la estola morada del confesor. Entre los medios guantes tenía las tres cosas que más había amado en su vida: el crucifijo, el rosario y la regla franciscana. El cadáver estuvo espuesto durante cuatro días ec atención a los fieles, que miraban, lloraban, tocaban, besaban, rezaban. Los capuchinos velaban el féretro. Recibían de los fieles ebjetos tales como rosarios, estampas, velos, pañuelos, fotografías. Los toca– ban al cadáver y los devolvían. Expresiones ingenuas, sin duda. Pero el que ama no se desdeña de hacer estas cosas. Los carabi– neros ponían orden en la constante afluencia que desfiló durante aquellos días. Entre el pueblo no faltaron algunos obispos (Anto– nio Cunial, Andrés Cesarano, que fue obispo del P. Pío durante más de treinta y cinco años), muchos sacerdotes, muchísimas personas religiosas. Mientras tanto el cadáver fue colocado dentro de un ataúd de metal, más grande, cubierto de una lámina de cristal. El jueves, 24 de septiembre, a las quince treinta comenzó el cortejo fúnebre, que vio desfilar cien mil personas - según cálcu– los aproximados de los cronistas- en un trayecto de casi ocho kilómetros, mientras desde el cielo los helicópteros de la aviación y de la policía lanzaban flores . Desde el convento el cortejo acompañó al féretro, colocado en un coche, a través de las calles principales de San Giovanni Rotondo. Iban sacerdotes, religiosos, un gran número de capu– chinos con sus superiores general y provincial, religi:)sas, autori– dades, representantes del Gobierno, los sobrinos Pía Forgione y Héctor (hijo de Felicidad, hermana del P. Pío, muerta en la peste d_e 1918), un gentío interminable, muchas persona3 de Pietrel– cma. A las quince cuarenta y dos, el cadáver salió de la iglesia de Santa María de las Gracias. Fue acogido con un ap~auso. Fue el último tributado al fraile maravilloso por sus virtudes y por sus estigmas. U!) aplauso que sonaba a "gracias". El P. Pío, aquel hombre recluido durante cincuenta y dos 372

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