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libremente". Refiriéndose a este período, como un mes antes de la muerte del padre, su superior, el P. Carmelo, testifica: "Cuando tocaba o besaba la mano del P. Pío, ya no notaba la costra de sangre en el dorso ni en la palma, bajo los guantes". Dios había dado al P. Pío las llagas visibles como reclamo de atracción y como credenciales de la "grandísima misión" que debía llevar a cabo. Cumplida esta misión, antes de llevarse del mundo a éste su enviado para la salvación de muchos, Dios le quitó las señales visibles que -en sus inescrutables designios de misericordia- habían enrojecido de sangre manos, pies y costado del capuchino de Pietrelcina. Terminada su misión, el P. Pío ya no tenía necesidad de mostrar ante el mundo la garantía de que era cosa de Dios. A pesar de la desaparición de las llagas, los religiosos, al colocar al difunto en el ataúd, creyeron oportuno dejarle los guantes en las manos y los calcetines en los pies. Primero, porque la desaparición de las llagas era todavía secreta, sólo conocida de los más íntimos. Luego porque era lo que usaba el P. Pío mien– tras vivió. Hasta la muerte siguió llevando los calcetines y los medios guantes "para cubrir -como siempre- las heridas". Fue la prudencia la que aconsejó el silencio en torno a la desaparición de las llagas: no para. ocultar la verdad, que fue anotada con todo detalle, sino únicamente para evitar -con la previsible afluencia de la multitud, de periodistas y fotógrafos– en aquel delicado momento de dolor, "interpretaciones apresura– das y erróneas". Ultimo viaje por San Giovanni Rotondo La noticia de la muerte -filtrada a eso de las cuatro y media de la madrugada del 23 de septiembre- se difundió por todo el mundo a través de las radios y periódicos. La prensa habló am– pliamente. En Pietrelcina, pueblo natal del desaparecido, las cam– panas, después de algunos golpes fúnebres, tocaron a gloria, re– pitiendo cada media hora su campanilleo. Comenzaron a acudir gentes de Italia y del extranjero al convento de capuchinos, a 371

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