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Hacia la una pide que le saquen de la cama y le coloquen en la silla, con objeto de poder respirar algo mejor. Se levanta. Sin necesidad de ayuda, sale con presteza, "como un.joven", de la celda y se dirige a la terraza, en la que se detiene cinco minutos, sentado en una silla, volviendo los ojos en derredor como quien busca alguna cosa. Quiere volver a su celda. Agotado, sin fuerzas, al intentar alzarse reconoce: -No me es posible. Desde el asiento le trasladan a la silla de ruedas, le llevan a la celda y colocan de nuevo en la poltrona. Su rostro se torna cada vez más blanco. Un sudor frío baña su rostro. Los labios, amo– ratados, se mueven para decir continuamente: -Jesús, María. Viendo que cada vez se encuentra peor, el P. Peregrino hace ademán de moverse para ir a llamar a algún otro religioso. -No despiertes a nadie -le pide el P. Pío. Sin embargo, el P. Peregrino corre febrilmente en busca del superior. Son las dos de la mañana, aproximadamente. En la celda, rodeando al padre, recostado en la poltrona, se encuentran el superior, P. Carmelo, el P. Peregrino, fray Guiller– mo, el doctor Sala. Se oye la respiración afanosa, difícil, con un leve estertor. Acuden otros: el P. Rafael, su confesor, el P. Ma– riano, el P. Pablo, que le administra la Unción de los enfermos. Los doctores José Gusso, director del sanatorio de la Casa Alivio, y Juan Scarale, que le practica la respiración artificial; el sobrino Mario Pennelli. Rezan. Jaculatorias con los nombres de Jesús y de María. El P. Pío, distendido sobre la poltrona, vestido con su hábito fran– ciscano, apretando entre los dedos las cuentas del rosario, inclina cada vez más la cabeza sobre el pecho. Ya no respira. Son las dos y media del lunes, 23 de septiembre de 1968. Lloran. El doctor José Gusso, presente a aquella muerte, la llamó "la más serena, la más dulce", que nunca hubiera visto. Víctima hasta el holocausto El cadáver fue llevado a una salita contigua a la celda. En torno al P. Pío, recostado sobre el lecho, en actitud de dormir, se 367

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