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marea que se apretujaba, ondulante, en las tres naves y en las tribunas- expresó su inmensa alegría por poder verlo. Costó trabajo imponer el silencio y un poco de orden, mientras el padre miraba con una mirada perdida, mostrándose dulcemente sor– prendido, casi disgustado, por todo aquel rumor de multitud. Al cantar la misa se notaba su voz cansada, casi sin aliento. Agotado, cantaba porque así lo había querido el superior. En la comunión se la dio por vez primera a una niña de diez años, Ana Fanoni. Por el rostro contraído del padre corrían las lágrimas. Cuando el festejado, sin conseguir reprimir el llanto, dijo el saludo final: -"La misa ha terminado. Id en paz': la multitud no supo contenerse. Hubo aplausos, vivas, voces de "felicidades, padre", que desorientaron al celebrante. De hecho, al levantarse del asiento, antes de bajar las gradas del altar, vuelto hacia el pueblo, el padre se tambaleó, se dobló sobre sí mismo, atacado ·de vértigo. Hubiera caído a tierra si los asistentes, sobre todo el americano fray Guillermo Bill, no le hubiesen sostenido a pulso. Conducido en su silla de ruedas, le llevaron a la sacristía, con el rostro pálido y demacrado, con una expresión de vivir ausente, enajenado. Todavía le quedaba aliento para repetir al gentío que se apretaba contra la balaustrada lateral -mientras le alzaban en su silla de ruedas--: -Hijos míos, hijos míos. Después de dar gracias por la misa, quiso que le llevasen al confesonario de las mujeres, para seguir cumpliendo con su deber. No se le pudo complacer y llevaron al padre, desprovisto de ·fuerzas, temblando, casi inconsciente, a su celda. Parecía querer morir de pie. Hacia las diez y media logró asomarse a la ventana del coro de la antigua iglesia - donde hacía cincuenta años había recibido las llagas- y saludar y bendecir a los Grupos de oración reunidos en la plaza. El P. Honorato, viéndole acabado, le quería disuadir. Pero venció él, con el cuerpo destrozado y el alma desbordante de amor: -Quiero saludar por última vez a mis hijos. Se agitaban en alto las manos, ondeaban los blancos pañuelos, era un delirio de voces, de gritos, de aplausos, que respondían al saludo del padre, el cual, con la mirada diáfana, cansado, falto de fuerzas, agitaba un pañolito blanco. La última cita del día tuvo lugar al atardecer. Terminado el viacrucis al aire libre y después de la bendición de la primera 365

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