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celda un estruendo horrible y encontraron al padre de bruces sobre el pavimento, gimiendo y con una herida en el arco super– ciliar. Un día, cuando estaba sentado en su silla, llamó a su lado al P. Alejo: -Hijo mío, quédate aquí, porque no me dejan en paz ni un momento. Otra vez, presa de visiones terroríficas, demostró tal· pavor que levantaba las manos, alargaba los dedos, tenía un intenso sudor frío. Y le dijo al P. Alejo: -Si hubieses visto lo que yo he visto, morirías. Otra vez, en la .cama, mientras rezaba el rosario, estando presente el P. Alejo, turbado no se sabe por qué, grito: -¿Qué quieres... qué quieres?... Acércate... ven aquí... Acaso el enemigo -aquel personaje misterioso y pavoroso, visto a los dieciséis años y que le hacía frente- dirigía los últimos ataques contra aquel fraile octogenario, ya extenuado. En los primeros meses de 1967, un nuevo sufrimiento: vio publicadas en// tempo, de Roma -aunque se había opuesto a tal publicación- algunas cartas suyas dirigidas a sus directores espi– rituales. Eran los últimos pasos en el camino del Calvario. Parecían los últimos retoques necesarios para afinar su fisonomía de cru– cificado. La muerte amiga, largamente esperada En otros tiempos el P. Pío había visto la muerte a dos pasos y se había alegrado. El 5 de marzo de 1919, apenas curado de pleuritis y pulmonía, escribía a María Gargani que la caída había sido "la más solemne de todas". "Creía que había llegado mi última hora. Pero una vez más he tenido que soportar una nueva desilusión. Fiat". En otra carta del 9 de marzo repetía que real– mente creía que aquélla fuese "la última prueba": "Había comen– zado ya a saborear la dulzura de la muerte y a gustar el gozo de. quien se encuentra en su patria. Pero una vez más quedé burlado. Fiat". Que la muerte no le atemorizaba en absoluto, en los años de 361

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