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borrar". Parece extraño: incluso la barba -una cosa puramente accidental en un capuchino- tiene un fascinante atractivo. Llegó por fin una carta del provincial de los capuchinos, que fijaba la fecha de partida. El arcipreste Pannullo se interesó viva– mente en preparar los documentos, "los papeles", para que Fran– cisco pudiera ser recibido en el noviciado de los capuchinos de Morcone. Durante el ir y venir de los preparativos, se produjo ... un escándalo. Una carta anónima daba cuenta al arcipreste de que Francisco, ese medio seminarista que pretendía hacerse capuchi– no, cortejaba a la hija del jefe de la estación de Pietrelcina. Don Pannullo lo encajó como una bomba. Francisco, sin haber sido informado acerca de esa carta anó– nima, quedó excluido de todas las funciones religiosas, con la prohibición de ponerse el roquete y de subir al altar como mona– guillo. Para Francisco fue un mes de amargura por la inexplicable actitud del arcipreste, el cual en el entretanto había dejado, como caso de conciencia, de preparar los documentos. El año, que estaba para terminar, no terminaba en forma nada agradable. Con todo, tanto el arcipreste como los sacerdotes de la parroquia, no convencidos del todo de aquella aventura sentimental, prose– guían las pesquisas. Quiso Dios que se pusiese en claro el asunto. Por medio de la grafología se descubrió al autor de la carta anónima. El reo estaba allí. Se trataba de un monaguillo, compañero de altar: quizá un envidioso que, al ver el aprecio que se tenía de Francisco, había inventado el amor entre éste y una muchacha que ni siquie– ra conocía. Don Pannullo se justificó ante Francisco, reconoció su ino– cencia, le volvió al grupo de monaguillos y le prometió, como premio, prepararle gratis todos los papeles. El P. Pío, al comentar este suceso doloroso, recalcaba el acen– to sobre lo de "gratis". Libre ya de aquella acusación anónima, ·Francisco celebró con mayor alegría las navidades de aquel 1902. No cabe duda que había sido una dura prueba para su vocación religiosa. También esta vez -como aquella de la carta de amor escrita por una compañera de escuela- el demonio tuvo que batirse en retirada. Calumniadores -como los que encontró en vísperas de su ingreso entre los capuchinos- le hicieron sufrir durante toda su 35
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