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cuando en cuando haremos ese sacrificio por amor de Dios. Aquella hosquedad se la imponía a sí mismo como un sacri– ficio. En resumen, se trataba de ser sincero: de presentarse tal cual era, un fraile sin aureola, un confesor sencillamente humano, un místico con dimensiones terrenas, un fruto ácido de las montañas de Benevento y del Gargano. Esa aspereza -subrayada por pe– riodistas, biógrafos y visitantes- no fue nunca violenta, aunque sí expeditiva. Era cordial, si bien en ocasiones era como un jarro de agua, y debía ayudar a comprender que Dios es libre de tallar un santo con el material humano que más le agrade. La brusquedad del P. Pío, enmarcada dentro de su sensibili– dad delicadísima, relacionada con su corazón de oro, pierde el aspecto de desnaturalizada, para convertirse en un rasgo de su fisonomía humana. Era el que más sufría hasta cuando se trataba de arrebatos involuntarios, de impaciencias inadvertidas. Enton– ces las juzgaba como debilidades reprochables. Trabajaba por conseguir la amabilidad habitual , "para poder actuar con mayor dulcedumbre y con más unción". Incluso por esta brusquedad, querida o no querida, el P. Pío resulta un personaje más amable, más a nuestro alcance. El mis– mo, un día, habló de su temperamento contradictorio: Mi madre no me pudo hacer más dulce, pero tampoco más duro. Dulce como un ministro del Señor. Duro como un hijo de Adán. Hijo de San Francisco Le unían al santo de Asís dos decisiones: la de sus padres que , al bautizarlo, quisieron que se llamase Francisco; y la propia, cuando escogió seguirle en su vida, al vestir el hábito capuchino y al emitir sus votos religiosos dentro del espíritu franciscano. Durante 65 años permaneció fiel a la llamada franciscana. Hubo un momento peligroso, en I914, cuando su estado de salud y las presiones del arcipreste de Pietrelcina, don Salvador Pannu– llo, le quisieron inducir a renunciar a la severa vida capuchina y dedicarse al ministerio parroquial. Con la rudeza heredada de los 328