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herencia de_ su conducta y del perfecto equilibrio entre las funcio– nes del sistema nervioso, las facultades mentales y las personales dotes de su espíritu. Huraño adrede Como contrapartida de lo que acabamos de decir, tenemos su modo de obrar, en ocasiones huraño. Determinadas actitudes suyas -su seriedad, el esconder las manos, el evitar con miradas severas que le besasen las manos, o bien recurriendo a palabras ásperas o a amenazar con su cuerda franciscana- echaban por tierra las previsiones del que pensaba ver "un santo". Más que un modo de actuar suave, un exterior delicado, una postura oleográfica, mostraba su dureza y severidad, sobre todo a los fanáticos y curiosos. Con éstos se comportaba en forma hosca, les reprendía con aquella voz fuerte que salía de su robusta figura de un hombre que medía un metro y sesenta y seis centíme– tros. Más que un santo de vitrina, un frailecito todo mieles, a veces se mostraba duro, enérgico, distante, de palabra severa, con un modo de mandar que no admitía réplica, como cuando, para defender la santidad del templo, cortaba el murmullo y la des– compostura de los fieles con un .seco: Silencio. De rodillas. Su actitud huraña no es sinónimo de puntilloso, descontento, susceptible, receloso de todos y con todos, que se molesta por cualquier cosa y que contesta sin educación a los que le hablan con cortesía. Su aspereza, vista desde su temperamento dulce, no era una postura habitual, sino repentina, impuesta y querida y que, por consiguiente, no dejaba rastro rii terminaba en descortesías. Era -al menos eso se desprende de muchos testigos- una actitud defensiva, un poner las manos delante para apagar, o al menos amortiguar, entusiasmos y aplausos. Era una táctica que los hombres de Dios inventan para su propia defensa. El mismo P. Pío justificaba este su comportamiento: Es que si no es así, las gente nos come. -Mira lo que hacen - decía un día a su superior, el P. Car– melo de Sessano, mientras el P. Pío le enseñaba la cuerda cortada y la capa igualmente cortada a tijera por la gente. 326