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mente, no me produce ninguna satisfacción". "Escríbeme mu– cho .. ., porque lo necesito de veras". Llamaba "brevedad dolorosa" la que empleaba el P. Agustín en algunas cartas y le confesaba que "para un corazón que rebosa de dolor, nunca encuentra excesivo hablar largamente, descubrir sus llagas a quien ha sido designado por Dios para dirigirlo". También en las cartas a sus hijas espirituales hablaba una y otra vez de la alegría que experimentaba al recibir sus cartas. "Escríbeme siempre que te apetezca. Siempre encontrarás en mí un padre dispuesto a ayudarte en tus necesidades". Era tan cari– ñoso que en una carta a María Pyle le decía: "Todo tuyo en el dulce Señor". Igualmente con sus hermanos de religión y con sus numerosos hijos espirituales mostraba su corazón de oro. Le gustaba tenerlos a su lado. Cuando llegaban los saludaba con cara de fiesta. Al pensar en su partida, sentía disgusto. Insistía en que prolongasen su estancia junto a él, como si no tuviese otra cosa que hacer más que entretenerse en amigable conversación: Quédate un poco más. Quédate conmigo unos días más. Al separarse mostraba una tenura maternal: ¿Pero, cómo? ¿Yate vas? ¿Te marchas ya? Al despedirlos, les encargaba saludos y recuerdos que debían llevar a tantos hermanos en religión, a tantos amigos. El epistolario, tanto el dirigido a sus hijos espirituales como a sus directores, rebosa de innegable afectuosidad. Aquel corazón -del que escribía el 30 de octubre de 1916, "¿qué quiere que haga? Al corazón no se le manda"- necesitaba expansionarse y gozaba en ello, con el fin de comunicar a los demás alegrías y penas, y de tomar parte en ·1as de los otros. Lo confesaba al P. Agustín el 10 de octubre de 1917: "Qué fuerte e imponente es la necesidad que siente el corazón de desahogarse con usted". Y en la posdata le pedía medios de procurarse "papel y sellos para escribir". Al P. Benito le confiaba, en la carta del 10 de octubre de 1917, desde N ápoles: "Espero su carta, que mantenga en forma mi estado moral, más que mi estado físico". Si el epistolario a sus directores espirituales es a manera de una casa de cristal, en la que el autor deja ver su alma y su vida espiritual, es también una casa de cristal que nos permite ver su corazón, aquel manzoniano "batiburrillo" sediento de amor, me– nesteroso de expansión, ansioso de comprensión. 320
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