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aplomo. Al insistir el maestro, insiste también Francisco, el cual · desmiente la acusación de los compañeros. Hurgando en los bolsos del reo, que se declara inocente, el maestro se encuentra... la declaración de amor. El pobre reo queda_incluso como mentiroso y el maestro le da una buena paliza, aunque él intenta defenderse como puede tras los bancos. Al día siguiente, acaso por remordimiento, la chica que escri– bió aquel papelito confesó al maestro toda la verdad. "Pobre Cáccavo, qué pena tuvo... , pero los golpes no me los quitó nadie de encima". En su larga vida el P. Pío conocerá calumnias e insinuaciones a esgaya. Su conducta será la misma que cuando era muchacho: saberse inocente y aceptar aquel sufrimiento íntimo para aseme– jarse a Jesús, para purificarse, para ayudar a los otros. El tercer aspecto llamativo de estos primeros años de Francis– co es el de la intercesión, es decir, su prisa, que se hace oración, súplica, deprecación, para obtener gracias en favor de los demás. En esa actitud lo conocerán tantos y tantos, en todo el mundo y durante toda su vida. El episodio nos lo cuenta el P. Rafael de San Elías de Pianisi, el cual se lo oyó contar al mismo P. Pío. En 1896, un día de fiesta y de feria, el tío Horacio puso a Francisco sobre la albarda de un burro y partió para Altavilla Irpina (Avellino), a unos 27 kilómetros de Pietrelcina. Iban al santuario de San Peregrino, mártir, muy visitado por la gente devota de los pueblos de alrededor. En el santuario, repleto de fieles del sur de Italia que a voz en grito rezan, gritan, lloran, padre e hijo hicieron sus devociones. Al momento de salir del santuario, Francisco pidió a su padre que esperase un poco. A las insistentes llamadas para que saliera, se repetían las demandas de Francisco de esperar. Había visto -lince como era él- un espectáculo lleno de fe: una pobre mujer de pueblo sostenía entre sus brazos a un hijo deforme, que aparecía como un amasijo de carne. La madre, desconsolada, lloraba y rezaba: estaba decidida a conseguir aque– lla gracia para su hijo Francisco no quitaba la vista de aquella madre. Conmovido, a los pies del Santo, sufre, ruega y llora él también. Llegó un momento en que la mujer, cansada quizá de rezar y desesperada ante aquella cruz que la aguardaba, hizo un gesto no se sabe si de 31

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