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Fue, sin duda, un hombre que supo de dolor en la fragilidad de sus miembros, desde sus primero años de vida, en Pietrelcina. El confesionario era para el P. Pío - agobiado ya por los achaques-- como un puerto de mar: allí llegaba gente para des- . cargar, delante de Cristo crucificado, delante del P. Pío crucifica– do, la carga de sus culpas. Junto a la confesión de los pecados llegaba a sus oídos -sobre todo a los de su alma- el relato de tantas tribulaciones, de tantas enfermedades, de sufrimientos fí– sicos sin número, de los penitentes o de sus familiares, amigos o conocidos. Una marea de enfermedades y sufrimientos corporales llega a lamer el alma del P. Pío a través también de los miles de cartas que le pedían oraciones, que imploraban de él la gracia de la curación. Por su experiencia personal y por el contacto directo con tantos sufrimientos ajenos, el padre fue un hombre que se enfren– tó con el dolor: dolor personal, que ofrecía para santificarse. Dolor ajeno, para compadecerlo y aliviarlo. La vida y el ministe– rio sacerdotal le hicieron un sabio acerca de esta realidad del dolor, vasta como el vasto mundo. Poseía, además, un corazón muy sensible. Sobre esa sensibi– lidad ante el sufrimiento, es el mismo P. Pío el que descorre el velo en una carta escrita desde Pietrelcina el 26 de marzo de 1914: "En el fondo de esta alma me parece que Dios ha derramado muchas gracias respecto de la compasión por las miserias ajenas, sobre todo por los pobres necesitados. La grandísima compasión que siente el alma a la vista de un pobre hace nacer en su interior un vehementísimo deseo de socorrerle.. . Si además sé que una persona está afligida, tanto en el alma como en el cuerpo, ¿qué no haré, ante el Señor por verla libre de sus males? Con gusto me apropiaría, con tal de verla sana y salva, todas sus aflicciones". Tampoco hemos de olvidar que su vida estaba impregnada de espiritualidad franciscana. Conocía el amor activo de San Fran– cisco por los que sufrían, sobre todo por los leprosos, llegando a besarlos y lavarlos con sus propias manos. Conocía con qué espíritu algunos franciscanos -San Luis de Francia, Santa Isabel de Hungría, la Beata Inés de Praga- habían buscado y atendido a los enfermos, hasta en hospitales por ellos fundados. Había igualmente toda una tradición capuchina que influía en su delicadeza espiritual. Casi podríamos decir que los capuchi- 257

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