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y la sotana. Se casó y tuvo una hija y resolvía el problema econó– mico dando clases privadas, a cinco liras al mes. De él dirá el P. Pío que "era un gran maestro y que daba bien las clases", era "delicado y reservado, sin dejar nunca traslucir entre los discípu– los su caso lastimoso". "A mí me quería -recordará el P. Pío– hablaba poco con la mujer... muchas veces habían intentado se– pararse... nunca hablaba de religión... siempre encerrado en c;asa, no salía por la vergüenza que le daba". Francisco estudiaba y aprendía. Hasta cuando salía de pastor se llevaba algún libro. Ubaldo Vecchiarino, un compañero suyo de pastoreo y amigo de la infancia, recuerda que Francisco, una vez terminada la pobre comida, no tomaba parte en los juegos de los compañeros por los prados. "Sobre la servilleta extendida colocaba el libro... y estudiaba. Mientras él estudiaba nosotros le provocábamos, tirándole algún terrón sobre el silabario o, por detrás, a escondidas le poníamos la gorra sobre los ojos. Lo llevaba con paciencia, no se enfadaba ni decía palabras poco correctas". El mismo Vecchiarino nos cuenta cómo daba clase con el maestro Saginario y cuál era su comportamiento. "Por la tarde iba a la escuela, un cuarto arreglado, sin bancos para los alumnos y sin cátedra para el profesor, que era un paisano, sabio si se lo comparaba con los otros que no sabían leer ni escribir y que ganaba diez perras gordas al mes de cada uno de los muchachos... El maestro, con el libro sobre las rodillas, ocultaba con la mano el texto y esperaba la respuesta del alumno interrogado; pero su espera con frecuencia era en vano. Sólo respondía Francisco, porque estudiaba durante el día, mientras nosotros jugábamos. Por eso el P. Pío siguió estudiando y nosotros seguimos tras las ovejas, hechos unos zotes". Vicente Salomón recuerda al compañero estudioso: "Cuántas veces le vi sentado, inclinado sobre los libros. Yo le iba a llamar: "Franci - le gritaba desde la puerta- ¿vienes a jugar una parti– da?" Levantaba la cabeza, me sonreía y me hacía señas de que "luego, luego". Al poco tiempo volvía yo y él repetía lo mismo, siempre con cara sonriente. Yo seguía insistiendo hasta que llega– ba la noche". Mientras tanto el tío Horacio pensó ir a las Américas. Se despidió de todos y allá se fue porque, si quería dar estudios a los hijos, no era suficiente lo que ganaba en Pietrelcina. Buscó fortu- 26

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