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ción en aquella jovencita de piedad tan madura en las conversaciones que había mantenido con ella los meses en que Clotilde se desplazaba a Nava para participar en la Eucaristía. Se daba la circunstancia de que D. Manuel gestionaba en aquella época el ingreso de una joven de Nava, llamada Narcisa, y que ingresó algo más tarde en el mismo convento. Había también la ventaja de que D. Manuel tenía muy buenas relaciones con estas religiosas. En D. Manuel halló Clotilde toda la información que necesitaba, los pasos que debía dar y las cosas que debía preparar. El mismo D. Manuel se ofreció a escribir a las monjas y realizar cuantas gestiones fueran necesarias para su ingreso. Clotilde tenia ya facilitado el camino para poner en ejecución su proyecto, la mayor ilusión de su vida, entregarse completamente al Señor en la vida religiosa. Ahora debía remontar otro obstáculo no menos de– licado e importante, conseguir el permiso y la bendición de sus padres. Por un lado, ella se daba cuenta de que el ingreso en el convento crearía algunas dificultades en la familia , sobre todo a su madre, Mauricia. Era la única hija, su brazo derecho y también colaboradora eficaz como cualquier hombre en los trabajos del campo. Precisamente porque era consciente del vacío que inevitablemente se produciría en la casa, se le hacía muy violento abordar el problema, sobre todo por su madre. Pero, al mismo tiempo, tenía viva conciencia de que el futuro feliz o desgra– ciado de su vida con toda certeza pasaba por asumir tales dificultades, no irremontables, que originara su consagración al Señor. Cuando propuso a los padres su intención de ingresar en el con– vento la respuesta no fue un no rotundo. Su madre le sugirió que lo dejara para algo más adelante, algunos familiares reaccionaron ante la noticia de manera un tanto violenta y trataron de quitarle de la cabeza la idea de ser monja: "lo vas a pasar muy mal -le decían- vas a llorar mucho, porque las monjas no se quieren, se pelean mucho, se arañan y tiran de los pelos". La misma Clotilde lo contaba luego a las monjas en los recreos en plan de broma. Al fin, y a base de paciencia e insistencia, convenció a sus padres. Solía hacerles estos o parecidos razonamientos: "Debo ingresar ahora 96

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