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importante que le vendría muy bien, ya que hay motivos para pensar que con siete bocas que alimentar con las entradas de su jornal y los trabajos ocasionales de su mujer, María, no andarían muy sobrados de dinero. Aprendiendo a ser monja. Isabel tenía 19 años cuando, el día 3 de noviembre de 1902 a las seis de la tarde, franqueó la puerta de clausura en las Concepcionistas de Sagasti. En la misma puerta, por la parte de dentro, la esperaba la Comunidad de Concepcionistas, todas luciendo el hábito blanco y la capa azul de la Inmaculada. Seguro que aparte de los motivos espirituales -que naturalmente eran los preferentes- en el fondo, todas las religiosas quedaron gratamente sorprendidas al contemplarla. Aquella joven, bonita, con muy buena estampa, que las sonreía con sencillez y miraba a todas desde el fondo de sus bonitos ojos un tanto asustados. Si tenemos, por otra parte, en cuenta la situación económica del monasterio -de la que ya hemos hablado- nada halagüeña, por la que pasaba la Comunidad desde la inauguración del nuevo convento, la in– corporación de Isabel, con su juventud, su capacidad de trabajo, a lo que estaba muy acostumbrada, su alma profundamente religiosa y sus múlti– ples habilidades que luego veremos, no hay duda que el ingreso de la joven baturrica fue, para el monasterio de Concepcionistas de San José, como el premio gordo de aquellas Navidades. Los primeros días en el convento fueron agridulces. Se sentía como si de pronto hubiera sido transplantada a otro mundo completamente di– ferente del que había vivido hasta entonces. Le llamaba extraordinaria– mente la atención todo: el silencio absoluto en la casa, el andar casi vaporoso de las monjas, la forma muda como se saludaban con una in– clinación de cabeza, los corredores tan largos, el que todas las horas del día se vivieran a golpe de campana y sobre todo que a media noche to– caran la matraca y las monjas se fueran al coro a rezar; todo era para ella extraño. Por otra parte, también en estos primeros días tiraban con fuerza y no conseguía quitar del pensamiento y de la imaginación los recuerdos de su familia. El último abrazo de su madre, la despedida y los besos de sus hermanos, la cara triste de sus amigas, sus ratos de recogimiento en el silencio y quietud medio obscuro de la iglesia. Sin poderlo evitar el re- 43

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