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El responsable la escuchó impasible, con la mirada puesta en el grupo, no hizo gesto alguno, ni de rechazo ni de aceptación. Cuando ter– minó de hablar la M. Inés se limitó a indicarle con un gesto de la mano que siguiera la fila . Con las religiosas iba un grupo de personas, victimas de las cace– rías sanguinaria de aquellos días y condenadas al mismo fin. Cuando estaban todos en torno a la camioneta, volvieron a pasar lista. Antes de subir al camión les ataron las manos de dos en dos e inmediata– mente el vehículo se dirigió hacia un descampado próximo al cemen– terio de Vicálvaro. Donde se estacionó la camioneta, había ya un grupo de milicianos con los fusiles preparados para la masacre. Todas estas circunstancias evi– dencian que las religiosas fueron dos de las muchas víctimas destinadas a los tristemente famosos "Paseos del amanecer" del Madrid rojo en que grupos incontrolados de milicianos registraban los pisos, detenían a los que les venía en gana y luego, les fusilaban y sin identificación de los mis– mos, dejaban sus cadáveres tirados en las afueras de Madrid o a las puer– tas de los cementerios. La escena de la ejecución fue rápida. Nada más bajar fueron colo– cados en fila según el número de los fusileros , a la distancia acostumbrada y de espaldas a los verdugos. No se les dispensó atención alguna ni se les dirigió una sola palabra. Poco después, las religiosas recibieron la des– carga y mezclados con los demás, se desplomaron, regando con su sangre inocente y virginal el suelo de aquella España tan llena de odio y necesi– tada de redención. El que hacía funciones de jefe del pelotón de los fu– sileros dio a las religiosas el tiro de gracia. La M. Inés lo recibió en la boca, su hermana María del Carmen en el estómago. Cuanto acabamos de describir fue la escena humana de la muerte brutal e injusta de la M. Inés de San José y Sor Mª del Carmen. Pero si miramos esta escena a través del prisma de la fe, caeremos en la cuenta de que está incompleta, en realidad no terminó así. Falta la parte principal. Allí mismo, en aquel escenario y en el preciso mo– mento en que las religiosas cerraron para siempre los ojos a la luz de 264

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