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preparado para su destrucción total. Como estábamos dentro de la parroquia, tuvimos que lanzarnos al suelo, pensando que allí quedaríamos aplastadas por la metralla y los escombros. Cuando cesó el tiroteo atronador salimos, como pudimos, por una puerta trasera y ya no nos acordamos o, mejor, no nos atre– vimos a entrar en el convento". Después de esta experiencia nada alentadora, no hubo de momento otros intentos. Resolvieron en parte su problema de abastecimiento por medio de las amistades que se arriesgaban a visitar el piso de las religiosas. Cuando no estaban ocupadas en la oración y los rezos, observaban lo que pasaba en la calle. Ordinariamente lo hacían por la noche y pro– tegidas por los visillos de los balcones. Como el piso donde estaban era un séptimo, podían dominar un radio bastante amplio. Por desgracia, la mayor parte de lo que vieron no era agradable. Un día contemplaron con tristeza cómo grupos, que parecían de mi– licianos, sacaban de su querido convento las cosas, sobre todo muebles, que podían serles de alguna utilidad. En otra ocasión fueron testigos también con mucha pena, cómo la pa– rroquia de Covadonga -su parroquia- era pasto de las llamas, en medio de una bacanal de canciones, gritos, blasfemias y abundante alcohol que los milicianos y milicianas habrían sustraído en una de las tiendas próximas. Pero no todo lo que sucedía en "el piso-catacumba" de Francisco Silvela era triste y plegaba las del alma. En medio del desamparo de los hombres y de todas las cosas desagradables que les rodeaban, las reli– giosas tuvieron algunas experiencias humanamente gratificantes, confi– dencias entre sí que , en parte, suavizaban la encerrona. Afortunadamente, conservamos el contenido de una de estas con– versaciones íntimas, gracias a la feliz memoria de Sor María del Sagrario, como es lógico sólo nos cuenta las que tuvo ella con Sor Mª Beatriz, con la que le unía una gran amistad. Transcribo tal como me la remitió la in– teresada, para no restar calor y naturalidad al testimonio: 183

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