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tivo, de la verdad del amor cristiano, es la memoria de los már– tires. Que no se olviden sus testimonios. Ellos son los que han anunciado el Evangelio dando su vida por amor. El martirio, sobre todo en nuestros días, es signo de ese "amor más grande" que compendia cualquier otro valor. Su existencia refleja la su– prema palabra pronunciada por Jesús en la cruz: "Padre, per– dónales, porque no saben lo que hacen'' (Le. 23, 34 ). l 2 l Antes de entrar en la historia de nuestras mártires, objetivo principal de este trabajo, creo oportuno hacer algunas observaciones sobre la au– tenticidad de su testimonio porque hay algunos historiadores, incluso de la acera católica, que siembran cierto confusionismo con sus reservas in– fundadas. Para ello respondemos a las dos preguntas que ya se hacía el car– denal Enrique Tarancón: iPor qué dieron su vida los Mártires? iQue motivos impulsaron a los milicianos a perseguir a las re– ligiosas con tanta saña y darles muerte con tanta ferocidad? A la primera contestamos con razones sacadas de los discursos de Juan Pablo II: "Las religiosas murieron por el Evangelio, por la persona y la causa de Jesús, por fidelidad a la fe, por sentirse y confesarse hijas de la Iglesia. Y al morir perdonaron de corazón a quienes les causaban la muerte. t 3 l iPor qué las mataron? La contestación a esta segunda pregunta no es tan simple: Por odio a la fe cristiana, porque eran religiosas. Algunos historiadores reciben esta respuesta con ciertas reservas y por ello matizamos: Hubo casos en que por las circunstancias especiales que concurrían en determinadas personas asesinadas resultaba difícil determinar con exactitud los motivos últimos y decisivos de su muerte. Pensemos en los casos de seglares religiosamente comprometidos, incluso personas ecle– siásticas o religiosos ejemplares en su vida cristiana, pero muy involu– crados en la política. En tales personas es admisible la duda. 15

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