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menor, su actitud era siempre quitarnos a los demás todo el tra– bajo que podía. La semana que estaba en el lavadero, nos juntábamos cinco o seis hermanas jóvenes lavando la ropa. Jamás, en los nueve años, la observé gesto alguno de superioridad, más bien nos man– daba con el ejemplo; cuando nosotras llegábamos, ya hacía rato que ella estaba allí, adelantando el trabajo, preparando todas las cosas para que a nosotras no nos costara tanto la tarea". Otra de las religiosas recuerda: "La semana que estaba en la cocina, era un encanto ir a pedirla cosas, nos las daba con una delicadeza tan exquisita, con tal agrado y cariño, pero eso sí, ni una sola palabra que no fuese necesaria, todo lo suplía con sus ojos acariciadores y su dulce sonrisa". "A su caridad y espíritu de servicio -dice la compañera en la enfermería- unía, Sor María Jesús, una imperturbable tran– quilidad. Jamás la vi alterarse por nada, si se le indicaba que hiciera alguna cosa, la dedicaba el tiempo que fuera necesa– rio para realizar su trabajo con la máxima precisión, tenía además un dominio nada frecuente en momentos de especial agitación en que las demás nos alterábamos y perdíamos la paciencia. A veces tenía que dar la comida a cuatro o cinco enfermas en la cama y que no se podían valer, con su pacien– cia y su rostro afable y sonriente, sabía desenvolverse sin per– der los nervios y atender a todas y dejarlas contentas". Cerramos estos testimonios de las hermanas sobre la vida interior y exquisita disponibilidad fraterna de Sor María Díez con una especie de "florecilla" franciscana. "En una ocasión pasaba el grupo de religiosas jóvenes, entonces numeroso, cerca del gallinero y observaron -cuenta una de ellas- que una de las pollitas estaba ciega. La mayor parte expresaron lástima, pero a una se le ocurrió una idea no del todo desinteresada, para que la pollita dejara de sufrir. po- 107

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