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dedos; otras, una Íuerza como qué me lo abrían con violencia y sin instrumento cortador, sino al contrario; otras veces experimenté una p<ina como si con dos o tres piedras redondas pe– queñas con gran fuerza me las quisieran fi.iar en él o hundínrielas en lo más adentro. Y siempre padecía a vista del corazón que había visto ... Duráronme estas penas tan dis– tintas no sé si dos o tres o más años, y unos apabilamientos que parecían principios de des– mayos, pero nunca me desmayé ni _jamás hice acción ninguna de las que oprime a hacer a las personas que padecen dolencia corporal en el tal miembro, ni aun me atrevía a decir me dolía el corazón, porque me dictaba la pru– dencia lo contrario, y le pareció al confesor hacía muy cuerdamente. Y así sólo decía a algunas religiosas, que me hacían caridad, que lo que tenía era mal de alma. Y así asenté en este lenguaje, y hoy en día, cuando voy así muy rendida y sin fuer– zas por mis padeceres u ocupaciones interio– res, luego me llegan las tales a decirme con gracia: -Madre, ¿_tiene mal de alma? -Sí -respondo yo sonriendo. Los efectos, en los tiempos sobredichos, eran un abrasarme en ansias de amar a su Ma ies– tad, una hilaridad en el íntimo de ml. alma, un ansiar amoroso y cariñoso por unirme con su Majestad y trueco de corazones con Cristo nuestro bien, y un desalarme por hacer peni– tencia y asemejarme a Cristo en su pasión... » En definitiva, no aclara el misterio de aquel co– razón que, en cierto modo, modificó su vida inte– rior. ¿Era el corazón de Cristo?, ¿era el suyo pro– pio? Ni ella misma se atreve a precisarlo: da tes– timonio de la feliz cuanto penosa experiencia, tal como ha sido, renunciando a interpretarla: 92
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