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«Abriéronmé -escribe- una ventana qtté salía a la huerta del convento. Iban muche– dumbre de avecillas discurriendo por los aires, con una armonía y velocidad grande. Y yo, viéndolas y viendo en breve espacio me había de ver cual una de ellas volar a mi feliz liber– tad, me deshacía de ansias de salir de este cuerpo mortal para verme en suma libertad. Sentía infinito se me retardara tanto mi feliz vuelo y a aquellas avecitas se les hubiera ade– lantado tan gustosa alborada. Y, como mi alma esperaba aquel día la alborada eterna , toda detención me era penosa» (f 0 54v). Violencia para no ceder al arrobamiento Por lo que hace a las gracias místicas, esas par– ticulares «misericordias del Señor », que la invadían como apoderándose de todo su ser, María Angela tenia orden del confesor, ya desde 1627, de «no bus– car~as ni admitirlas» (fº 22v). Ella se esforzaba por resistir, a veces más allá de lo aconsejable, en espe– cial todo lo que fuera éxtasis o cualquier repercusión corpora1; y ello aun por aquella mesura o autocon– trol que observaba en todo su continente. No siem– pre le era posible, ya que las avenidas del arrobw miento eran tan fuertes, «tan llenas de imperio,, (fº 22v), sobre todo después de comulgar, que esta– ban sobre sus fuerzas. Mayor violencia tenía que hacerse durante la re– citación del oficio coral o el canto de la misa, pues tenía prohibido hacerse notar de las hermanas. Se hall.aba como cogida entre la vehemencia de la atrac– ción divina y la voluntad del mismo Dios, que le hacía sentir su voz repitiéndole: - ¡Obedece y canta! 85

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