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Sentía envidia de los mártires que se inmolaron por Cristo y por la fe, y de buena gana hubiera co– rrido a morir por la Iglesia allá donde los fieles del Señor eran perseguidos (fº 94v, 239r). No siéndole esto posible, aceptaba lo que ella llama el martirio seco: las arideces de espíritu, las ausencias del Ama– do, las dolencias de amor, las enfermedades, las contrariedades y, cuando el confesor se lo permitía, las maceraciones corporales. Son gajes del desposo– rio: «pues tal esposo escogí cuyo apellido es Esposo de sangre, atado en una columna» (fº 83r). 74
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