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corporales rebuscadas o acompañaba al Señor en los pasos de la pasión adoptando posiciones penosas para compartir con Él los padecimientos . A esto lla– maba sus «empleos » (fº 13r-17v, 20r, 34r-37v, 40r 45v, 53r, 169r). Todo terminó en 1642 por prohibición tajante de don Alejo de Boxadós, que vio en aquella práctica un atentado contra la salud (fº 144r). Le costó esta obediencia, precisamente por lo que esas vigilias tenían de espacio para la oración, de dolor físico y aun de victoria sobre sí misma: siem– pre se vio presa de un miedo invencible a la oscu– ridad, a los muertos, a las apariciones diabólicas, como más adelante veremos. Sabemos ya que esa gula de penitencias y humi– llaciones públicas le venía desde la adolescencia . No perdía oportunidad de imponerse reparaciones y ac– tos mortificantes en el refectorio, en presencia de la comunidad, tal como se usaba entonces entre las capuchinas. Era una porfía continua con sus con– fesores; éstos, a veces la tenían a raya, en atención a su salud precaria, a veces ellos mismos se las im– ponían o aprobaban las que ella inventaba (fº 26r, 33r, 40r-41r. 57r, 62v). Pero las penitencias preferidas eran las que la hacían participar en las penas de Cristo en la pasión. Hallaba modo de reproducir en sí misma los par– ticulares que meditaba, algunos de ellos no mencio– nados en los evangelios 1 . El que más la atraía era el que llamaba ejercicio del pretorio. consistente en hacerse atar a una columna y recibir los azotes de 1 Por ejemplo, Cristo «amarrado a un olivo, en la en– trada de la casa de Anás, según dicen algunos santos» (fº SOr); «caído boca abajo en el arroyo de Cedrón, sirviendo de puente a los sayones, que pasaban sobre él» (fº 108r); «la llaga que le hizo un garfio de hierro en un brazo al subir o bajar la escalera en casa de Pilatos» (f° 162v). 66
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