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<lactó el sermón con sorprendente erudición y pro· piedad y lo pronunció como se le había ordenado. El canónigo Gil quedó tan maravillado, que quiso con· servar consigo el texto, sin que se sepa qué suerte corrió al morir él siendo obispo. Fue él quien dijo, por todo comentario, ante los otros examinadores: - ¡Lástima que sea mujer y no pueda ser orde– nada de sacerdote!, ¡vaya predicador que tendría· mos! Quedaron asimismo sorprendidos al saber que, en la sala de labor, leía a las religiosas el libro Vitae Patrum -vidas de los padres del yermo- en latín, traduciéndolo luego y explicándolo puntualmente. Todavía en 1642 seguía haciendo este servicio a las hermanas mientras el trabajo, y dejó escrito: «Esta lectura me sazona de manera, que me pone un tem· ple muy para Dios» (fº 130r). ¿ Excedía ese don las posibilidades naturales? María Angela no era ciertamente una indocta; esa misma pasión, casi manía, por el latín, la ayudó sin duda a poner en juego todos los resortes para po· sesionarse de la lengua eclesiástica. Pero no deja de sorprender que, mientras al escribir en castella– no cornete a cada paso incorrecciones, porque es· cribe a vuela pluma, en cambio en los incontables textos latinos, que se hallan en sus páginas, la trans· cri;,ción es siempre exacta; más aún, en lo que ella compone por propia cuenta hay elegancia de sabor clásico 3 • ' Véase. como muestra, la sentencia de Pilato, tal co– mo dice haberla contemplado, probablemente en 1637: Iesum Nazarenum, subversorem gentis, contemptoren Cae– saris et falsum Messiam, ut maiorum suae gentis testimo– nio probatum est: ducite ad co'11munis supplicii locum et, cum ludibrio regiae maiestatis, in medio duorum latro– num, cruci affigite. Lictor, expedí cruces! (fº 69r). No ex– cluyo la posibilidad de que ese texto lo hubiera hallado en algún libro. 51

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