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queriendo devorarlos. Su mayor sinsabor, que le hizo llorar desconsoladamente, lo tuvo el día que la primera maestra, sor Victoria, le quitó su propio breviario en seis tomos, el tesoro que más estimaba. Nadie podía comprender de dónde le venía aquel conocimiento de la lengua eclesiástica. El bueno de mosén Martín no salía de su asombro, y temió por la humildad de aquella su «hija pequeña», una ver– dadera superdotada. Hizo que le quitaran todos los libros en latín; le prohibió, pero sin resultado, ser– virse de textos bíblicos en esta lengua cuando pla· ticaba con él en el confesonario, ya que le salían sin poderlo remediar. Semejante «pasión» propor– cionó a la vivaz latiniparla frecuentes humillaciones y reparaciones públicas, que ella aceptaba gozosa– mente (fº 99v-100r). Entre tanto la fundación se consolidaba. El 28 de agosto de 1604 la comunidad había regresado procesionalmente a la casa de Riera Alta, mejor acondicionada. Como las vocaciones iban en aumen– to, inmediatamente se dio comienzo a la construc– ción del monasterio definitivo en el mismo emplaza– miento. En septiembre de ese mismo año profesaban otras siete novicias, entre ellas la noble viuda doña Catalina de Lara, natural de Granada, ama de go– bierno de los duques de Maqueda. Tenía un hi_io capuchino, que había tomado el hábito siendo paje del duque, cuando éste era virrey de Cataluña. Esta sor Catalina, que dará tanto realce a la institución, fue protagonista, durante su noviciado, de uno de esos episodios edificantes que se perpetúan como apotegmas en los ambientes monásticos. Un día re– cibió orden, de la fundadora, de plantar en un tiesto un palo seco de naranjo, que debía regar hasta que reverdeciera. La hidalga dama obedeció no sin vio- 26
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