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subyugar. Aun para que estampara su firma tenían que llevarle la mano. Tuvo, eso sí, cordura suficiente como para com– prender que, en aquella situación, no debía seguir al frente de la comunidad. Ella misma indicó a quién deseaba como sucesora. Reunido el capítulo, fue elegida abadesa la que había sido su vicaria hasta entonces, sor Francisca Gertrudis Díaz de Bé– jar, antigua novicia suya en Zaragoza. « Incapaz para lo temporal, pero con mucho co– nocimiento de lo divino», la vieron las religiosas en aquellos años. Su espíritu, allá dentro, vivía lleno de luz superior. De vez en cuando dejaba entrever algún destello de esa claridad secreta en expresiones breves, que admiraban a las h~rmanas. O revivía en ella la responsabilidad de guía espiritual, y se le oía repetir la recomendación tantas veces incul– cada: - ¡Y la caridad, y la caridad! Obedecía a las enfermeras con la sencillez de una niña. Cuando se negaba a tomar alimento, ellas eohaban mano de un recurso que no fallaba: ~Madre -le decían-, el padre Aguiar ha es- crito diciendo que su reverencia coma. Ella, sonriendo, tomaba lo que se le daba. El padre Antonio de Aguiar, jesuíta, había sido su últi– mo confesor antes de la reducción de sus faculta– des. Había querido prometerle obediencia con voto, como lo hiciera con los confesores precedentes, pero él no se lo había aceptado. Los mecanismos inconscientes la hacían volver algunas veces a sus pasados hábitos ascéticos. Un día sor Arcángela de Amatriain la encontró azotán– dose con un rosario grande, a falta de disciplinas 2 • 2 Traslado, fº 12v, 50r, 62v, 166v. 227
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