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llán a Las Ermitas un hermano del inquisidor con– fesor, hizo recaer sobre él la infame sospecha. El visitador no se habría contentado con humillar y recriminar ante la comunidad a sor María Angela y sor Gertrudis, sino que las mareó con insinuacio– nes y preguntas equívocas, que hicieron ruborizarse a todas las religiosas; y luego, suponiéndolas culpa– bles, hizo que «se practicasen con las dichas madres todas aquellas pruebas y penitencias que se usan para averiguar o para corregir la mayor deshonra en que puede caer una mujer», escribe indignado el padre Zevallos. Mientras las dos «penitenciadas» sobrellevaban con toda paz semejantes medidas disciplinares, la mu_iercilla que las había difamado reconoció su mala acción y se presentó al visitador para retractar su denuncia. El mismo señor Verdín acabó por con– fesar su desacierto, y lo hizo con humildad y no– bleza en una segunda visita, revocando cuanto ha– bía actuado y rompiendo los atestados. En adelante sería uno de los admiradores y panegiristas de sor María Angela y de las capuchinas 11 • En el entretanto se fue despejando también la cuestión de la ubicación del convento. El 21 de fe– brero de 1654 había interpuesto María Angela, se– gún su costumbre. la intercesión de madre Angela Serafina y de Isabel Astorch, su hermana, a quienes seguía venerando como santas, para lograr se resol– viera el conflicto y se aunaran las opiniones. Y tuvo la seguridad de que «el convento se había de reedi– ficar en el mismo puesto en que se había caído, por ser voluntad de Dios que no mudásemos, aunque eran los prelados de opinión contraria», anota. Lo cierto es que, impensadamente y sin que ella lo mo- ª L. I. ZEVALLOS, Vida, 213-219. 210
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