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una residencia de verano, denominada Santa María del Monte en la montaña de Las Ermitas, a una legua de Murcia. Allá se trasladaron en galeras el 25 de octubre. Entonces comprendió María Angela el sentido de la reciente visión. En aquel albergue solitario organizaron la vida conventual en la me– dida que lo permitían el lugar y la situación, a la espera de la recuperación del convento. Fue una experiencia enriquecedora, no sólo en el sentido ascético, por las penalidades y estreche– ces en que vivieron, sino aun como oportunidad de mayor retiro y de relaciones fraternas más ínti– mas y espontáneas. Para María Angela fueron me– ses de continuo padecer interior: «Me veía sola -es– cribe-, en un desierto, con mi comunidad, en me– dio de un mar de penas y cuidados ... ; se me murió una novicia... » A ella se le resintió notablemente la salud (fº 216r). El 22 de noviembre de 1652, al cabo de trece me– ses de permanencia «en aquel santo desierto», pu– dieron regresar a su convento. «Lo hallamos -ano– ta sor María Angela- sin comodidad alguna, por la gran ruina que había padecido por la inundación, no obstante haberse gastado más de mil ducados para repararlo. Y, como esta vuelta fue a la entrada del invierno y lo obrado estaba sin enjugarse, y to– da la casa húmeda, sirviónos de grandísimo descon– suelo, temiendo no nos sucediesen enfermedades muy considerables. Pasamos algunas, que no era por menos, pero acudiónos nuestro divino Señor por su misericordia infinita» (fº 217r). Los responsables de la fundación, que lo eran, además del nuevo obispo don Diego Martínez Zar– zosa y del inquisidor don Alejo de Boxadós, otros varios bienhechores y eclesiásticos, comprendieron luego que había que pensar en algo más decoroso 206
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