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-escribe- que padecía mi corazón continua tris· teza y melancolía. Supliquéle me declarase el se· creto de aquella mudanza interior. Y me di.io le diese gracias, porque la ciudad de Barcelona ten· dría paz y cesarían las guerras en ella. Mostróme las calles de ella y los moradores pacíficos y quie· tos .. . Así no sólo me llamaban a mí a que le diera gracias, sino a toda España junta. ¡Dénselas los ángeles, amén!» (fº 218r). Antes de ese final tan anhelado, quedaba aún a Cataluña otra prueba: la peste. Seguía ésta mero· deando por la costa mediterránea y, desde 1650, se estaba cebando en las poblaciones del principado. El uno de mayo de 1651 hizo que todas las her· manas ofrecieran la comunión por «los apestados, naturales de Barcelona, y por los extranjeros que muriesen en ella». El Señor le hizo entender cómo le agradaba aquella intercesión. «Quedé -dice– alentadísima y muy consolada por su grande bon· dad y clemencia para con los afligidos parientes de aquel principado y ciudad de Barcelona» (fº 76r). Aun cuando las preocupaciones inmediatas -la comunidad, el confesor, los bienhechores, la ciu· dad de Murcia, su patria catalana- eran, como es normal, el objeto ordinario de su oración de ínter· cesión, en realidad éste se extendía a todo el am· plio campo de las necesidades humanas, temporales y espirituales. Ante todo las de la Iglesia universal, cuya hija se sentía; v, entre los hijos de la Iglesia, «parientes » suyos todos como ella gusta de repetir, le causaban compasión particular los cautivos cris· tianos. Por ellos ofrecía su aflicción en las ausen· cias de su Dios (fº 171v). Suplicaba con frecuencia «en bien de toda la Iglesia, por católicos y no católicos, por herejes e infieles, justos y pecadores» (fº 175v). 202
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