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rescripto en virtud del cual, en el monasterio de Murcia, las hermanas llamadas. «de obediencia», una vez profesas, vistieran velo negro como las deµiás y gozasen de voto deliberativo en capítulo, aun para las elecciones 3 • Si alguna preferencia tenía como abadesa era por estas hermanitas sin cultura, generalmente de humilde origen; y ellas le correspondían con una confianza ilimitada. Bien lo experimentó sor María Raimunda de Monteagudo, ingresada en 1645, ape· nas inaugurado el monasterio. Ella misma refirió en el proceso informativo cómo, yendo un día a dar de comer a un cerdo, que cuidaba en un ángulo del huerto, se le echó encima el animal, la derribó con· tra el estiércol y la tuvo cogida con la soga con que estaba atado. Dio voces, pero las religiosas no la oyeron; por fin, casi sofocada entre el lodazal, cla· mó a su madre María Angela, que la apreciaba mu· cho. En aquel momento, la abadesa, que no podía oírla desde donde estaba, dejó su labor y corrió a socorrer a su leguita, llevando consigo a las reli· giosas que encontró de paso. Sor María Raimunda lo atribuyó a milagro. Y ciertamente fue milagro de una caridad solícita, de esa capacidad excepcio– nal para percibir las situaciones de cada hermana 4. Esa caridad, que era ya su estilo de gobierno en Zaragoza, fue adquiriendo ahora una manera aún más comprensiva y generosa. «Tenía dada orden a la despensera de que fuese pródiga al preparar la mesa, sin preocuparse de si llegaría o no para to· das» 5 • Confiaba en que el Señor vendría en ayuda cuando fuera necesario. En efecto, uno de los he- 3 Summarium, I, 65. 4 Traslado, f" B6v. ' Traslado, fº 135r. 169
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