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sacramentado por aquella y otras profanaciones: sería la misión de las capuchinas en el futuro mo– nasterio. Lo decía hábilmente en su exposición al rey: «Este convento se consagra a la Exaltación del santísimo Sacramento, por desagravio de que sus especies sacramentales se hayan visto acometidas de las llamas del fuego. Esta devo– ción toca por igual al rey nuestro señor, por haber sido el principal fundamento ele la exal– tación de su real casa, y a toda España, por ser el blasón único ele ella y en su veneración ex– ceder a todas las naciones del orbe.» Felipe IV vivía por aquellas fechas bajo el peso de lo que alguien llamaría complejo de culpabilidad pública, y no le faltaban motivos, aun en su vida privada, para sentirse culpable. Sor María de Agre– da le había escrito el 29 de octubre de 1644: «Pro– cure vuestra Majestad quitar a Dios el azote de la mano.» Y ahora venían esas penitentísimas capu· chinas ofreciéndole algo así como una expiación vi– caria. La cédula real no se hizo esperar: lleva la fe– cha de 3 de diciembre de 1644. El 30 del mismo mes er,i. ejecutada por las Cortes. No era extraño a la gestión el patriarca de las Indias don Alonso Pérez de Guzmán, a quien hemos hallado entre los adic– tos a sor María Angela. El entusiasta inquisidor no perdía el tiempo. Compró a sus expensas, en la Calle Nueva, unas casas, que rápidamente, en solo veinte días, queda– ban transformadas en convento, con todas las de– pendencias del caso, con la iglesia adosada y una espaciosa huerta regada a pie llano; todo cercado de la tapia protectora. No tardarían en seguirse las consecuencias de una obra tan provisional. 157

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