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pedir por la derrota de los patriotas sus paisanos. Por otro lado, la contristaba el pensamiento de que caminaba a su ruina una «monarquía» que ella también miraba como sostén de los intereses de la . Iglesia; y, como capuchina, no podía menos de sen– tir gratitud hacia la familia real, que tanto había fa– vorecido la fundación de Barcelona y la causa de beatificación de madre Angela Serafina. No deja de causar maravilla el ver cómo una monja, encerrada en clausura a los once años de edad, siempre embebida en su comunicación con Dios, demuestra un conocimiento tan preciso de la realidad política y social de su tiempo . Estando ya en Murcia, al mirar retrospectivamente los doce años de aquella guerra, atribuía todo el mal al go– bierno desacertado del conde-duque de Olivares, va– lido de Felipe IV hasta el mes de enero de 1643, y, en particular, al descontento que provocó la intro– ducción del impuesto del papel sellado (fº 241v). No es otro el juicio que hoy da la historia. Hay momentos en que, aun en la oración, aflora una actitud de condena dura contra los altos res– ponsables de la contienda que se ceba en su tierra catalana. Escribe en 1646: «Queriendo rogar por la paz de los reyes y príncipes cristianos, no pude. Y me dijo su Majestad: -Hi,ia, todos son unos. Y me dio inteligencia muy distinta que pe– caban por malicia y pertinacia» (f 0 163r). El año 1643, con la presencia personal de Felipe IV en Aragón y, debido a la reacción contra el do– minio francés, que cundía cada vez más en la pobla– ción catalana, se mudó la suerte de las armas. El 3 de diciembre era arrebatado a los franceses el cas- 148

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