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marzo el ejército mandado por don Pedro de Ara– gón sufría una derrota aplastante junto a Villafran– ca del Panadés, cuando se dirigía a socorrer la plaza de Perpiñán; ésta caía el 29 de agosto en manos de los franceses. María Angela, en sus comuniones, en sus meditaciones sugeridas por los salmos, sen– tía el alma «llena de tristeza y amargura por los ge– nerales trabajos de las guerras y las inhumanida– des que en ellas se hacen», anota el 8 de junio de 1642. A primeros de octubre de ese mismo año las autoridades eclesiásticas de Zaragoza dispusieron rogativas especiales por el feliz éxito de un encucn· tro que se anunciaba próximo, entre las tropas rea– listas que marchaban sobre Lérida y la avanzada catalana-francesa. El día 5, domingo, las capuchi– nas tuvieron el Santísimo expuesto, y sor María Angela pasó el día entero en la tribuna, intercedien– do por su patria. Su espíritu se rebelaba contra la realidad de las guerras y la pérdida de tantas almas. Asomaba de continuo la tentación contra la fe en un Dios providente: amando tanto a las almas redi– midas, ¿cómo puede permitir Él tales «naufragios»? La respuesta se la dio el Señor poniéndole en la mente el capítulo 16 del Apocalipsis: los siete án– geles mandados a derramar sobre la tierra las siete copas de la ira de Dios. Cuando fueron derramadas las tres primeras, se oyó decir a un ángel: Justo eres tú, Señor, el Santo que fue y es, pues así has hecho i usticia.. . Acató ese misterio de la justicia misericordiosa de Dios, sin acabar de entenderlo. Los efectos de esta victoria de la fe fueron: «amor, humildad, conformidad, agradecimiento y gran ve– neración a los juicios ocultos de nuestro Señor, y dejación a su gusto y disposiciones» (fº 146v). Y atribuyó a luz divina el haber dado, en un libro, (:On una oración latina para tiempo de calamidades pú- 146

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