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miedo le desaparecía cuando caía enferma y veía próximo el fin de su vida (fº 54v). Para calar en el fondo inconsciente de ese sentimiento no olvidemos que se trata de una huérfana que, de muy niña, quedó fuertemente impresionada por la muerte de su madre y de su padre, y que, a los siete años, se vio tratada como una resucitada, cuando todo estaba preparado para darle sepultura. La preocupación por los «juicios de Dios» tenía, por lo demás, un efecto purificante de gran efica– cia, ya que la ponía en la necesidad de aferrarse a la fe y a la confianza absoluta en la bondad de Dios, resultando, en definitiva, una victoria progresiva del amor. En 1633 manifestaba a su confesor en estos tér– minos sus angustias: «Tengo grandes temores a los juicios ocultos de Dios nuestro Señor, de modo que no me aseguro en cosa y en todas temo, y vivo con recelos grandes, temerosa y a:hogada, y con un temor notabilísimo a la muerte. .. Vivo como metida en una prensa... Mis enemigos me apu– ran la fe y la esperanza; quedo tan acobarda– da, que temo si falto en la virtud de la espe– ranza. En llegando aquí, todo es llorar y con– vertirme en ríos de lágrimas... ¡Sea Dios ala– bado, que tan crucificada me lleva! ... » El canónigo Gil la aquietó haciéndole ver el sen– tido de purificación de ese sufrimiento, que era algo así como un «purgatorio en vida»; lejos de correr peligro las virtudes de la fe y de la esperanza, sa– lían estas robustecidas. «Acerca de la muerte -aña– día- no tiene que turbarse: el Dios que la guar– da en vida, la guardará en muerte» (fº 48r-49r). Lo peor era cuando ese temor se localizaba en el misterio, tan traído y llevado entre los teólogos de entonces, de la predestinación divina. El solo pensar que, tal vez, Dios no la tu_viera en el número 106

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