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nes de alteridad que lo definen respecto de sí mismo y respecto de los otros» 89 • Lo propio de esta diferencia o alteridad, captada por la experiencia perceptiva, es que el sujeto del cambio es el mismo y no es el mismo. Hay una visión unitaria del cambio como ser y del ser como cambio. Es lo que denominamos «devenir», sin que tal devenir se convierta en pura fugacidad o evanescencia del ente, ya que «hay firmeza en el tÍempo mismo y, por lo tanto, «firmeza ontológica» 90 • Si ésta es la experiencia, a ella debemos remitirnos, ya que su dia– léctica no debe ser borrada o sistituida por una hipótesis de teoría, como es el principio de no contradicción. Igualmente hemos de proceder respecto del tiempo. En la hipóte– sis de la no contradicción, el tiempo queda paralizado, correlativa– mente a la supuesta inmutabilidad del Ser. Dado que el tiempo es fluencía, un «mismo» tiempo no es real 91 • Y la imposibilidad de que el tiempo sea el «mismo», muestra también la defectibilidad e indica– cia de la identidad, tanto a nivel ontológico como epistemológico. No hay un tiempo «puro», sino que el tiempo es cambio de ser. Este, como sujeto del cambio, no se sustrae al devenir, sino que existe cambiando 92 • Entonces, e; se~ tiempo y el tiempo, ser; y no sólo 89. PC 320. Para E. Nicol, la teoría de la esencia inmutable del ente no fue creada por causa de la evidencia empírica de la temporalidad, sino para armonizar esa evidencia con el principio de no contradicción y así permitir la identificación de los entes. Pero esto es justamente lo que no logró la teoría esencialista. Por un doble motivo: 1) Por– que reconocemos los entes por su apariencia cambiante. Esta habría de ser traspasada metódicamente para llegar a la esencia. 2) Porque, aun conocida la esencia, ésta pre– senta rasgos ontológicos comunes, que manifiestan la diferencia específica, no la individual. Por eso, «la esencia expresa... la relación de identidad del ente consigo mismo, y además la relación de identidad medular entre él y cualquier otro de la misma especie», mien– tras que «la mismidad es singularidad» (PC 319). 90. Cf. ME 172 y me 97. 91. Comenta así E. Nícol la imposibilidad de detener el tiempo: «La mismidad del tiempo sería su paralización. Y con esto tendríamos un tiempo que se sustrae a sí mismo temporalmente, mientras se reanuda su fluencia. El presente no sería temporal, lo cual es absurdo. Si el presente pertenece al tiempo, no se detiene nunca. Cuando imaginamos que se detiene, se pierden, además, el pasado y el futuro: el presente se «eterniza» y absorbe el antes y el después. .. Una vez que se rompe la continuidad de la fluencia, se pierde la posibilidad de una sutura con lo que ya fue y con lo que será después. El presente tiene que seguir moviéndose para tener pasado y futuro» (PC 314-315). Por eso, concluye E. Nícol que el tiempo, como pura intemporalidad, sólo puede ser verda– dero, en su corrección formal, aplicado al Ser puro, como hizo Parménides. 92. «El cambio no es más que la forma de ser de lo que cambia. De suerte que la duración temporal no se concibe sin la mismidad. Lo que dura está en el tiempo, pero está él mismo, como algo que sigue siendo» (PC 316). Más lapidariamente escribe en me 90: «Sin cambio no hay propiamente duración: lo que dura, perdura en el tiempo». 45

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