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536 ENRIQUE RIVERA tales y de ordenación de los mismos, por manos de un artífice al que llamamos relojero. Este anverso nos muestra lo que en nuestro análisis hemos llamado los agentes o condicionamientos que han hecho posible el que tengamos el reloj. Con ello tenemos ya un conocimiento del mismo. Pero muy inicial. El reverso del nos dice que con estos mismos metales, manipulados expertamente, se ha podido producir otro artefacto muy distinto: un collar o un juguete. Si tenemos un reloj es porque la construcción del mismo ha sido presidida por una idea reguladora a la que llamamos fin. El reloj es tal porque se intentó confeccionar un ins– trumento para señalar las horas del día y del trabajo. Con ello tenemos un conocimiento ulterior del reloj. Sabemos su sentido. Es indudable que este conocimiento completa al anterior, al meramente causal. Ambos nos dan todo lo que podemos conocer de ese artefacto al que llamamos reloj. Pues estos dos conocimientos agotan todo lo que su realidad nos puede decir. La razón está en que el reloj carece de la tercera dimensión espi– ritual. Carece de interioridad. Se en ser un artefacto, hecho con determinados metales y apto para señalar la hora. Si ahora quisiéramos comprender al hombre desde esta doble vertiente de un modo exclusivo, lo trocaríamos en algo infrahumano, en un arte– facto más. Pero el hombre no es sólo un artefacto que está ahí porque le han producido ciertos agentes y puede servir a fines que le son pre– fijados. El hombre es más, mucho más que esto porque tiene una tercera dimensión a la que llamamos interioridad. Es precisamente la interioridad la vertiente humana que es necesario tener sobre todo en cuenta si se quiere conocer al hombre de un modo adecuado. El hombre, más que producto de una situación, más que expre– sión de una meta que se le propone o que él mismo se señala, es vida interior. Y es esta vida interior su máxima cuestión, su máximo problema que diría San Agustín: «Factus eram ipse mihi magna quaestio» (Conf. IV, 4, 9). Por lo mismo, es esta vida interior lo que nos debe interesar co– nocer. Sea dicho esto contra la tendencia de esa filosofía que se ha lla– mado a sí misma «estructuralismo», el cual pretende trocar al hombre en cosa y anuncia su muerte «espiritual» a plazo fijo por uno de sus men– tores, M. Foucault. Con toda justicia el prof. J. A. Merino le condena en estos términos: «uno de los movimientos más agresivos y radicales de nuestro siglo ha sido y sigue siendo, aunque está ya en retirada y con los efectos de la resaca, el estructuralismo ... Los estructuralistas se oponen

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