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546 ENRIQUE RIVERA deja sólo entrever. De aqui la fácil tentación en el historiador cristiano de creerse profeta de los tiempos nuevos o de sentirse muy informado sobre los designios divinos. El análisis de un hecho histórico memorable pone en relieve esta tentación del pensador cristiano. Al leer la obra del historiador hispánico, Pablo Orosio, Historiarum libri VII adversus paganos, queda uno semi– convencido ante su reflexión de que si Aníbal se quedó después de la victoria de Cannas gustando las delicias de Capua y no avanzó sobre Roma para vencerla y destruirla, ello fue debido a que esta ciudad estaba destinada por la Providencia de Dios a ser cabeza de la Cristiandad. Nos parece conocer por Orosio, bien informado, los designios providenciales de Dios sobre Roma. Pero sucede que cuando se toma en la mano la obra autorizada de Lean Horno, El imperio romano, este gran historiador nos hace ver que si Aníbal no se decidió a atacar a Roma fue porque no se sintió con la fuerza necesaria para poder conquistar una ciudad fuerte y amurallada. De aquí el que pidiera refuerzos a Cartago que ésta no envió para desdicha de Aníbal. Una interpretación de técnica militar ocupa el puesto de la visión providencialista Ante tan distinto modo de en– juiciar un hecho de tanta importancia, es obvio exigir que los cristianos tomen precauciones antes de adentrarse por los caminos ignotos de la Providencia. Una obra tan celebrada como la de Bossuet, Discurso sobre la Historia Universal, tiene más de pampleto pío -tan expuesto a la riso– tada volteriana- que de reflexión seriamente motivada. La Providencia tiene sus caminos en la historia, sobre todo en la continuación de la Historia Sagrada, que es la Historia de la Iglesia. Pero estos caminos son muy difíciles de rastrear. ¿Desistiremos, por tanto, de preguntarnos por los fines de la Providencia ante ese refuerzo maravilloso que concede a su Iglesia en los santos? Pensamos que con esto hemos presentado al desnudo un hondo pro– blema filosófico-teológico. Hay que abordarlo ante la historia, aunque se ha de evitar la tentación fácil en un cristiano de sentirse consejero de la divinidad. Marginada esta tentación, creemos no sólo legítimo sino necesario el que se pregunte el historiador cristiano por el fin providen– cial que Dios tuvo al suscitar un santo genial en su Iglesia. Pero como esto Dios no lo ha revelado a nadie, estilo profético, es tan sólo por el análisis íntimo de la vida de la Iglesia por donde nos ha de venir la luz a este hondo misterio. L. HoMo, E! Imperio Romano, trad. esp., Madrid 1936, p. 50.

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