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P. CARLOS DE VILLAPADIERNA 379 una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra ha– bían desaparecido; y el mar no existía ya... Oí una voz grande, que del trono decía: He aquí el Tabernáculo de Dios entre ellos, y ellos serán su pueblo y el mismo Dios será con ellos, y enju– gará las lágrimas de sus ojos, y la muerte no existirá más, ni habrá duelo, ni gritos, ni trabajo, porque todo esto es ya pasa– do" (Apoc., 21, 1 ss.). La muerte, pues, se convierte en ma– nantial sosegado de fuerza y de consuelo. El problema del dolor halla perfecta solución con la recompensa sempiterna en la glo– ria de Dios; nada carece de sentido, todo cuanto se sufre, se desvela, se piensa o se obra tiene su repercusión triunfal en la muerte. Sólo se requiere una cosa: morir unidos a Cristo, prin– cipio de inmortalidad, la inmortalidad misma: "Yo soy la resu– rrección y la vida-dice Jesús a Marta-; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí no mo– rirá para siempre" (Jn., 11, 25-26). Cristo es la cabeza del gran organismo cristiano y su resurrección se hace causa y prin– cipio de la nuestra según la expresión enérgica del Apóstol: "Si sólo mirando a esta vida tenemos la esperanza puesta en Cristo, somos los más miserables de todos los hombres. Pero no; Cristo ha resucitado de entre los muertos como primicia de los que mueren. Porque como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Y como en Adán hemos muerto todos, así también en Cristo somos todos vivificados" (I Cor., 15, 19-20). He aquí el mensaje esperanzador a un mundo carcomido por la duda, por la angustia, porque no cree en Cristo, camino, verdad, resurrección y vida.
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