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378 EL MENSAJE DE LA BIBLIA vamente; el hombre "sabe" que muere, y, sin embargo, tiene la "seguridad" de sobrevivir. Pero no es extraño: la conciencia de la muerte atestigua la supervivencia, prueba la inmortalidad del alma personal. Por eso no hay "fe" en la vida, sin "fe" en la muerte. Cuando ésta falta, la vida parece una paradoja en carne y hueso; nos presenta sus razones, pero la suya es la razón de lo absurdo, la muerte; día tras día nos acaricia el oído, como una armonía, pero es la armonía de la contradicción, la muerte. La "fe" en la muerte, que es fe en Dios, vence lo absurdo y la contradicción de la vida... El que teme la muerte no tiene fe, y tiene miedo de la vida misma a que se aferra, no como a una tabla de salvación, sino como a una piedra que lo arrastra al fondo; y desespera" (En espíritu y verdad. Pensamientos y Me– ditaciones). Jesús ha dado a los suyos la seguridad dichosa: "Porque esta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna y yo le resucitaré en el último día" (Jn., 6, 40). Y en la primera de sus epístolas, San Juan comenta alborozado: "El que cree en el Hijo de Dios, tiene este testimonio en sí mismo. El que no cree en Dios le hace embustero, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo. Y el testimonio es que Dios nos ha dado la vida eterna y esta vida está en el Hijo." El Nuevo Testamento transpira promesas consoladoras para más allá de la muerte, la corona después de la lucha, la herencia sempiterna del cielo (2 Cor., 9, 6; 2 Tim., 4, 6-8). Por eso el Apocalipsis exclama triunfalmente: "Oí una voz del cielo que decía: "Escribe: Bienaventurados los que mueren en el Señor. Sí, dice el Señor, para que descansen de sus trabajos, pues sus obras los siguen" (Apoc., 14, 13). El mismo libro, en la des– cripción de la Nueva Jerusalén, patria definitiva y pacífica de los elegidos, exclama con voz exultante: "Vi un cielo nuevo y

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