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P. CARLOS DE VILLAPADIERNA te, así en la Iglesia, al lado de las obligaciones impuestas por Cristo a todos los que desean participar de los bienes de su reino, están los sacramentos, hontanares inexhaustos de fuerza y de consuelo; está la hostia santa, alimento permanente para el hombre desfallecido y atribulado, están las incontables gra– cias, invisibles, pero eficaces, gracias que robustecen y alegran a las almas. Carmen Laforet, la autora de La mujer nueva, donde hace la apología de los valores inmensos encerrados en ia luz de una vida reconstruída en Dios, afirma que el Cristia– nismo vivido a medias es una tortura, pero el Cristianismo vi– vido al amparo de los sacramentos, es lo más sublime que pue– da existir. Los hombres, sumergidos en los negocios materiales, entregados a ellos en cuerpo y alma, no pueden comprender la alegría sincera da un cristiano, y mucho menos el gozo inmen– so de los santos. Sin embargo, las alegrías de los auténticos y sinceros cris– tianos son valores efectivos, reales, los únicos que pueden ex– plicar el hecho de que el número de los hombres felices sea cien veces mayor entre los cristianos que en aquellos otros sec– tores de la sociedad, en los que el gozar se considera como fin supremo y exclusivo. En cuántas sepulturas limpias al exterior, lúcidas, blancas podría colocarse el epitafio que el poeta ale– mán Dingesstedt escribió para él: "Tuvo en la vida mucha for– tuna, pero jamás fué dichoso." La placidez inalterable de los santos, de los hombres ex– cepcionales en la virtud y de los simples cristianos que viven conscientemente su religión, no es otra cosa que destellos de su fe sencilla, de su piedad sincera, de su íntima probidad. Ben– ditos sean esos hombres, esas lumbreras de ojos serenos, bon– dadosos, de corazones de oro, esos bienhechores de la socie– dad. Si el número fuera cien mil veces mayor estaría resuelto el problema de la alegría. ¿Cómo aumentarlos? Cumpliendo las
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