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P. CARLOS DE VILLAPADIERNA 339 un pueblo entero, pues ningún pueblo carece de pecadores. Pero no basta para el individuo. Por eso, en el Antiguo Testamento, la fe en Dios padre y bienhechor hizo nacer la idea del sufrimiento educador. La pena que castiga el pecado proviene de la justicia de Dios, mas el sufrimiento que educa es fruto del amor que in– tenta la salvación de los hombres y de los pueblos. Así aconseja el sabio en el libro de los Proverbios: "No desdeñes, hijo mío, las lecciones de tu Dios: no te enoje que te corrija. Porque al que Dios ama le corrige, y aflige al hijo que le es caro" (Prov., 3, 11-12). A través de toda la Biblia encontramos una especie de substracto que constituye lo que pudiéramos llamar el fun– damento metafísico del castigo y que halla concreción densa y profunda en la frase de los Proverbios anteriormente citada. La fórmula más elevada del temor de Dios, y que linda con la ca– ridad, es la aceptación generosa de las pruebas que son también una señal de la benevolencia divina. Este pensamiento se des– arrolla ampliamente en Job: "Dichoso el hombre a quien Dios castiga" (5, 17-18; 33, 16, 28; 27, 30). Como muy bien comenta el gran Bossuet, la bondad y la justicia son los dos brazos de Dios; pero la bondad es el brazo derecho. "Castiga porque ama y ama a los que castiga, ya que castiga en el tiempo para que no castigue en la eternidad." La razón última y motriz del dolor es el amor de Dios hacia los hombres. Al entrar el sufrimiento a formar parte en la vida del hom– bre, los horizontes del alma se amplían ilimitadamente. Desde lo alto de la eternidad cae la luz sobre el alma cuando ésta se encontraba casi ahogada por la violencia del quehacer cotidiano y la enseña a estimar en su justo valor las cosas y acontecimien– tos cósmicos. Mediante el dolor, el corazón humano conoce con frecuencia el verdadero sentido de sus acciones y la necesidad de la conversión. Leyendo la vida de los hombres que apartados de la Iglesia encontraron un día la luz de la conversión, nos en-
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