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P. CARLOS DE VILLAPADIERNA 3 1 5 son grandes ante ti; y con todo, yo, yo que nada soy, soy tu hijo. Tú el grande, tú el santo, tú el infalible, a quien yo puedo llamar Padre mío." LA IGLESIA ENCIERRA EL ENIGMA DE NUESTRO DESTINO El hombre, en todos sus actos, aun en los más anormales y contradictorios, busca la verdad que serena las inquietudes y oscilaciones del alma. ¿Dónde está la verdad que salva y cómo llegar a ella? He aquí las interrogantes de todo hombre que piensa y quiere solucionar racionalmente su destino. Podríamos contestar con las palabras de Aranguren en su libro Catolicis– mo día tras día: "En nuestra búsqueda de Dios procuraremos registrarlo todo. Porque bien pudiera ocurrir que Dios se hicie– se presente allí donde nadie esperaría encontrarle y, en cam– bio, "brillase por su ausencia" no solamente en la obra del ateo, sino tal vez en la del profesionalmente católico. Dios pue– de estar ausente tras su aparente presencia, y al revés, puede estar presente en el modo de la ausencia. Las frases evangélicas que el día santo de Pascua meditábamos: "Buscáis a Jesús Na– zareno... ; pues bien, no está aquí..., le veréis en Galilea", valen para toda ocasión. También nosotros, como las santas mujeres, nos encontramos más de una vez con "El no está aquí", donde según los cálculos humanos debiera estar, y tendremos que bus– carle, no ya en Galilea, sino en Samaría y hasta en muchos más improbables lugares. Solamente en un sitio es imposible que no falle el encuentro: en la Iglesia." La Iglesia encierra el enigma de nuestro destino y la felici– dad de nuestra alma. Ella es el lugar clásico donde se dan cita todas las verdades que en el mundo son y han sido; es el mi– lagro permanente de dos mil años de historia humana; es la

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