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EL MENSAJE DE LA BIBLIA toda mi vida. Los niños del coro catedralicio, con roquetes blan– cos, comenzaban en aquel instante a cantar algo que más tarde conocí llamarse el Magníficat. En un momento, mi corazón fué transformado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tan poderosa convicción, con tal seguridad, que no dejaba lugar a duda alguna. Cuando intento reconstruir y desenvolver los mi– nutos que siguieron a este momento extraordinario, encuentro siempre los siguientes elementos, que, en el fondo, forman un solo rayo, una sola arma de que se servía la Divina Providencia para abrir el corazón de un desesperado hijo suyo: "¡Qué feliz son, en realidad, los que creen! ¡Si fuese verdad! ¡Es verdad! ¡Dios existe! ¡Está aquí presente! ¡Es alguien! ¡Es un ser tan personal como yo! ¡Me ama! ¡Me llama! Los sollozos y lágri– mas me invadieron y el himno delicado y solemne del Adeste Fideles aumentó todavía más mi emoción. "Pero mis ideas filosóficas estaban intactas. El edificio de mis opiniones continuaba en pie. Los sacerdotes y los fieles se– guían inspirándome la misma repugnancia, que a veces llegaba hasta el odio y el desprecio. Esta resistencia tenaz duró cuatro años. Unas tras otra tuve que deponer las armas que de nada me servían. Las gentes, que con tanta facilidad abandonan la fe, no saben los tormentos que cuesta recuperarla. Un buen día cayó en mis manos una Biblia, que una amiga alemana había regalado en cierta ocasión a mi hermana Camila. Por primera vez oí resonar en mi corazón la voz dulce y al mismo tiempo in– flexible de la Sagrada Escritura. Solamente conocía la historia de Jesús a través de Renán; y, fiándome de este imposítor, ni siquiera sabía que Jesús se había proclamado Hijo de Dios y Salvador del mundo. Cada palabra, cada línea, en su majestuosa simplicidad, argüía de mentira a las desvergonzadas afirmaciones de aquel apóstata, y abría ante mis ojos horizontes insospecha-

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