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P. CARLOS DE VJLLAPADIERNA 2 73 pan negro. No pueden disponer de los frutos del campo que trabajan. La producción, además, es insuficiente para tanta gen– te aglomerada. Un padre franciscano español que guarda la iglesia católica del Tiberiades, contaba con graciosa ironía lo que le sucedió con el racionamiento dei vestido. Le dieron para el mes diez puntos, y como hacía calor excesivo, se le ocurrió comprar una camisa fina. A la tienda se dirige con sus diez puntos; pero cuál no sería su admiración al decirle que la camisa más barata cuesta 22 puntos ... Se llena de indignación contra estos enga– ños del Estado, y una de las empleadas le responde, sonriente: "Tenga paciencia, rabbinah, y espere el mes próximo; con los diez puntos de este mes y con los diez del otro, más dos que le haremos de descuento, podrá usted llevarse la camisa." El pa– dre franciscano responde serenamente, agudamente, como buen sevillano: "Está bien; ya que el Estado suyo hace tantas pro– mesas y vive en la tierra de promisión, en lugar de ese título que tienen puesto en la pared: Estado de Israel, pongan us– tedes: Estado de promesas." Causa agravante de esta depresión económica es la inmi– gración constante y elevada: cada mes entran veintiocho a treinta mil israelitas: gente mísera, por lo general, a quienes el Gobierno debe proporcionar casa y trabajo; los primeros meses viven en tiendas de campaña, alimentados por el Gobierno; luego se les distribuye por la nación en parajes abandonados para que trabajen la tierra; aquí habitan casas microscópicas de madera, recubiertas de hojalata, con única habitación donde el calor del verano y la humedad del invierno se hacen insopor– tables; con el tiempo podrán aspirar a una casita más amplia y confortable. Puede adivinarse la desilusión de estas gentes, a quienes se ha presentado el nuevo Estado de Israel como un paraíso
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