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PRÓLOGO 11 venículo de la fe. Y así, a través de los siglos. Si al tiempo de Jesús muchos se convertían por sus milagros, en realidad perse– veraron sólo aquellos que creyeron en su palabra. También los apóstoles hicieron milagros. Pero, en general, el mundo-y par– ticularmente el mundo grecorromano, de cuya herencia vive nuestra cultura-, se convirtió al cristianismo por la palabra de Pablo. Y hoy mismo, ¿por qué medios se propaga la fe entre los paganos; cómo la conservan nuestros fieles; cuál es, en el fondo, el camino de vuelta a ella en aquellos que la perdieron? Siempre y por doquier interviene la "palabra de Dios". La esencia misma de nuestros sacramentos depende de la palabra. Sin ella, serían ritos inútiles, vacuos, ineficaces. Con la palabra, cobran realidad, tienen eficacia, operan lo que signi– fican. Ni el bautismo sería válido si no fuera acompañado de la palabra, ni Jesús tendría presencia real eucarística si sobre el pan y el vino no pronunciara el sacerdote, en nombre de Jesús, su palabra eficaz, operante, transformadora, divina. Es que la palabra de Dios tiene tales virtualidades y eficien– cias, que el sacerdote y el misionero, lo mismo que los apóstoles elegidos por Jesús, solamente son "ministros de la palabra", se– gún expresión de San Lucas (1, 2), y están "al servicio de la palabra" (Act. 6, 4). Ella es lo principal, y la persona del apóstol lo secundario. Ella es el jefe o patrón de la nave, los apóstoles sólo son sus servidores, sus ayudantes, sus ministros. Ella manda y el hombre obedece y le sirve. Labios humanos la anuncian, pero ella conserva su propio ser, de donde nace su eficacia: es palabra de Dios. LA BIBLIA "PALABRA DE Dros". Esta afirmación puede considerarse desde tres puntos de vista diversos: porque la Biblia contiene las palabras dirigidas por Dios a la humanidad y las enseñanzas de Jesucristo; porque Dios es su autor principal, aunque intervengan autores humanos; y por– que toda ella nos habla de Cristo, "Palabra" de Dios.