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pidió de nadie, ni aúr-- de los más íntimos que 6<:! honraban con su dirección esp•ritual. "Su desprendimiento de las personas era absoli1- - to-confiesa una de sus dirigidas-; miraba, sobre todo, a las almas." No fomen)tó nunca amistades mur~danas y prueba de ello que, a pesar de vivir tantos años en Bilbao, -cuando le fué preciso ~a– lir del convento en los años de la revolución, no sabía andar por- la ciudad. Terminemos este capítulo entrando en la humil– de celda del P. Diego en uro día cualquiera de -los diecisiete últimos años de su vida mortal. La mayor parte del día y de la noche la pasa sentado sobre la- cama o recostado contra la pared sobre dos almohadas. La celda es pequeña; en ella, una pobre mesa de pino, sobre la que hay algunos libros de piedad y los utensilios necesarios para cu– rarle la herida del costado; una silla en; cuyo res– paldo se apoya de cuando en cuando y ere la qu'.i inv;ta a sentarse a cuantos le van a visitar; una pobre mesilla de noche donde tiene un libro de devoción y la campanilla para llamar al hermar~o enfermero. Este fue, durante diecisiete años, el humilde apo– sento donde el P. Diego practicó la gran virtud de ia pobreza. Sus penitentes, algunos de ellos perte– necientes a la aristocracia bilbaína, salían erofer– vorizados de aquella celda en la que un santa vi– vía pobremente, apartado del mundo, pero irradian– do destellos de prudencia y caridad. Sl
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