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alguna cosa. Le pregunté si necesitaba algo y me contestó que no. Insistí: "¿Quiere que llame al her– mano enfermero?" "No, no-repuso~; ya le llarr1a– ré yo. V. P. vaya a merendar." Me despedí de él hasta pronto, y, apenas había -llegado yo al comedor vi entrar al hermano enfer– mero con unos bizcochos que le había dado parn mí el P. Diego. Ni que decir tiene que aquel acto de caridad me impresionó. ¡ Aquellos bizcochos se los había él quitado de la boca para dármelos a mí! Al consignar aquí el hecho quiero. demostrar con ello mi agradecimiento y mi veneración al santo P. Diego. !Casos como éste se repitieron infinidad de· veces. El hermano que le ayudaba a Misa cuando estuvo en el Sanatorio Bilbaíno, refiere que mientras el P. Diego desayunaba, él le hacía compañía y char– laba amigablew.ente con él. "Pues bien-dice-, to– dos los días me daba a mí lo mejor que le ponían! Fruta, dulce, lo que fuera; de todo me hacia par- · ticipar. Y lo que más me impresionaba era la bon.– dad y caridad con que lo hacía. Se veía que goza– ba en ello." Lo mismo hacía con el practicante del cercano hospital, don Albino García, el cual, durante diez años consecutivos curó diariamente al P. Diego. Se preocupaba de que le diesen el desayuno antes de marcharse y a veces él mismo _le invitaba a parti– cipar de los muchos regalos que personas piadosas le hacían. Y cuando esto no podía hacer, siempre 53

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